viernes, 10 de marzo de 2017

Nueva York no me pregunta quién soy.


¿No te resulta difícil cambiar de vida? ¿No te preguntas cómo sería tu vida paralela? Me preguntaba ella, una de ellas, de las que hacen que ir a trabajar no sea una carga. Pensaba mientras hablábamos en aquelarre, a veces para emocionarnos y otras para reírnos hasta llorar. Me hacía esa pregunta suponiendo que iba a entenderla, porque yo también he hecho y re-hecho las maletas una y otra vez. Imaginaba su vida en Roma, con su núcleo duro, probablemente compartiendo un par de copas. Bruselas, con el que creo ha sido el amor de su vida, Madrid, casa, el calor de los padres por los que hoy deja caer una lágrima. ¿Dónde están todas esas chicas? ¿Sigue una de ellas paseando por el Retiro?

“¿Cómo vivir tantas vidas sin tener que morir tantas muertes?” Alguien, pensando en esto, inventó la palabra “otrarse”, hacerse otro. Otra vez un sólo idioma se me queda corto.

Hay siempre una parte de mi que resiste, pero lo cierto es que me voy amoldando. Vuelvo a casa y re-reconozco la Calle Real, la primera de las vidas, la más fuerte porque es la raíz. En ella me forjé y a partir de ella nacieron todas las demás. Es mi base, la Sara que nació en Ferrol. Nada queda, por otro lado, de aquella de Londres, a parte de una parte de ella que sigue viviendo en una eterna Hollydale Road de Peckham.

Corazón Árabe, me dijo dando en la Diana. ¿Qué es lo que te gusta? ¿Por qué te sientes así? No lo sé. Está dentro. Aun no he podido arrancarme esa mano de Fátima, que encarecidamente me recomendaban llevar siempre al cuello, no fuera que una Chiwafa me echase (o me echare, en futuro subjuntivo) un mal de ojo. Coger ese avión, dejar el Maghreb, aterrizar en Madrid y subirme en aquel bus para continuar rumbo al norte fue como estar en la luz y caminar arrastrada hacia un agujero negro, por mi bien. Fue el ocaso y de repente oscuridad.

Nueva York llegó con su amanecer y creo que le he caído bien. Camino por Astoria y empiezo a sentir que soy parte del barrio. El otro día caminando por Brooklyn me encontré de repente en un barrio judío. No era un escenario, no eran un par de tiendas y gente haciendo el paripé. Era Israel, a pesar de que nunca he estado allí (aún). Fue un viaje a través de un portal tele-transportador, de esos que salen en las pelis americanas. Todo aquí es realidad, no hay Chroma Key como nos quieren hacer creer. Así es. Así lo venden.. Total, que yo miraba perpleja todo a mi alrededor, los hombres con sombreros gigantes de pelo y las mujeres con sus faldas por la rodilla y sus medias color carne. Y los carteles en hebreo, de repente ya no existía el inglés. No era la primera vez, cuando fui a visitar el barrio de Harlem me encontré de repente en algún lugar de África.

Y lo que más me llamó la atención de todo esto, es que nadie me miraba a mi. Yo no sobresalía, como lo haría para mi uno de ellos en medio de la Plaza de Armas. “Mírale, que raro, lleva puesto esto y lo otro y anda diferente”. Esto no pasa en Nueva York. New York City no me juzga, no sabe que en la vida perdí tres aviones, o que soy tan despistada que no oigo cuando me hablan. No sabe que hice el ridículo porque estaba enamorada ni que dejé parte de mi dignidad entre alguna que otra sábana. No es que no lo sepa, es que ni le interesa. Le importan un bledo mis heridas por cerrar y de las que ya no quedan cicatrices. Le cuento sobre mi época de instituto y se ríe porque es agua pasada y eso siempre te da licencia para reírte, ya no importa. No sabe de mi, así que sólo escucha. Me saluda por la mañana al cruzar la calle, a través de la señora que controla el tráfico, a la que nunca he visto la cara porque hasta ahora sólo la he conocido en invierno. Todos los extraños del metro, algunos ya sonriendo mientras miran el móvil, quizás un bonito mensaje de buenos días. Otros con cara de querer cambiar de trabajo y otros van en duermevela aún. De vez en cuando cruzo un par de palabras, procuro siempre sonreír porque sé que la primera actitud que recibes en el día condiciona las restantes 23h 59min. La gente de la ciudad lo sabe, estoy segura, por su natural amabilidad. Para ellos soy otra chica del metro. Para el chico del supermercado, una de esas historias que suceden en Manhattan, pero que también tendrá que inventar de mi una nueva versión.

Nueva York se abre ante mi y no me pregunta quién soy. Y por eso me gusta. Por eso y por la bendita mantequilla de cacahuete, God Bless America por el peanut butter.