viernes, 26 de enero de 2018

Kintsugi

Fue él quien me lo dijo, que no contase nada a nadie, que guardase para mí todos mis secretos, que cuidado con los ojos de la envidia. Que todos poco y nada nadie, que al final estás sólo. La culpa, por supuesto, fue mía, porque estaba empeñada en que me quisiera y al final lo conseguí. Con el tiempo llegué a entender -y hasta hace unos días lo había olvidado- que existen personas que sólo viven el amor por la boca. Y al final, ese “nadie”, era él.

Es un don y una desgracia, actuar como si todos pudieran sentir y percibir al mismo nivel. La cara A, un rato antes de acostarse, pero poner en activo la B para moverse entre la gente. Los hay que jamás podrían morir de pena o doblarse la vida de felicidad. Estos últimos nos duelen, pero matándonos nos nacen y volvemos a la vida conscientes de la suerte de poder sentir con tanta fuerza y saber así que estamos vivos.

Pasaron las cosas que tenían que pasar, y tanto luché contra lo que la vida me decía que al final me obligó a dejarme llevar. No hubo remedio, tuve que creer en el destino y cobró tanto significado que me lo grabé con tinta en la piel para mirarlo a los ojos cada vez que pierdo la fe, la única digna de confianza, en la atrevida aventura de vivir por encima de lo corriente.

Poco encuentro en Europa que me sea de utilidad para cuando intento ponerme a escribir. Pero una amiga me recordó hace poco la cultura japonesa, como podría haber sido cualquier otra que se cultive por dentro -en occidente fabricamos relojes a toda prisa y de todas maneras no tenemos tiempo para pararnos a pensar. Leyendo encontré “Kintsugi”: el arte de reparar objetos rotos, uniendo las grietas con oro. Nuestras historias, el pasado, pero sobretodo la manera de afrontarlo y repararlo, nos enaltece. Nuestra fragilidad, después de rota, se puede hacer fuerte y bonita.