Fue él quien me
lo dijo, que no contase nada a nadie, que guardase para mí todos mis secretos,
que cuidado con los ojos de la envidia. Que todos poco y nada nadie, que al
final estás sólo. La culpa, por supuesto, fue mía, porque estaba empeñada en
que me quisiera y al final lo conseguí. Con el tiempo llegué a entender -y
hasta hace unos días lo había olvidado- que existen personas que sólo viven el
amor por la boca. Y al final, ese “nadie”, era él.
Es un don y una
desgracia, actuar como si todos pudieran sentir y percibir al mismo nivel. La
cara A, un rato antes de acostarse, pero poner en activo la B para moverse entre
la gente. Los hay que jamás podrían morir de pena o doblarse la vida de felicidad.
Estos últimos nos duelen, pero matándonos nos nacen y volvemos a la vida
conscientes de la suerte de poder sentir con tanta fuerza y saber así que estamos vivos.
Pasaron las cosas
que tenían que pasar, y tanto luché contra lo que la vida me decía que al final me obligó a dejarme llevar. No hubo remedio, tuve que creer en el
destino y cobró tanto significado que me lo grabé con tinta en la
piel para mirarlo a los ojos cada vez que pierdo la fe, la única digna de
confianza, en la atrevida aventura de vivir por encima de lo corriente.
Poco encuentro en
Europa que me sea de utilidad para cuando intento ponerme a escribir. Pero una
amiga me recordó hace poco la cultura japonesa, como podría haber sido
cualquier otra que se cultive por dentro -en occidente fabricamos relojes a
toda prisa y de todas maneras no tenemos tiempo para pararnos a pensar. Leyendo
encontré “Kintsugi”: el arte de reparar objetos rotos, uniendo las grietas con
oro. Nuestras historias, el pasado, pero sobretodo la manera de afrontarlo y
repararlo, nos enaltece. Nuestra fragilidad, después de rota, se puede hacer fuerte y
bonita.
