domingo, 2 de diciembre de 2018

Χαλεπὰ τὰ καλά


No me gustan nada los buses, especialmente los locales. Es por eso que siempre voy andando al trabajo aunque llegue con las botas encharcadas y me saquen algún que otro estornudo porque tardan en secar. No es un acto de rebeldía, es que me parece que no hay nada más triste que las caras de la gente sobrevenida por los grandes chaparrones de Galicia. Dicen que somos gente melancólica y lo atribuyen al tiempo, pero a mi el gris me parece un color secundario en este cielo de tonos rojizos. No sabía yo que La Coruña fuera tan cosmopolita, me llaman la atención los turistas en chubasquero que no se quejan del salpicar de las ruedas de coches en el asfalto mojado, más bien les provoca risa. Pienso que es muy agridulce la sensación de que el extranjero en mi país agradezca la lluvia que lo encharca mientras a mi me ponen triste las miradas de los pasajeros del transporte local, como flores pisoteadas. Fuera, me alegran los niños que saltan en los charcos con sus botas de agua, pero siempre hay algún adulto que les arranca la ilusión de un solo gesto. Me doy cuenta de que yo he crecido también porque me matan las ganas de ponerme a salpicar pero soy yo misma quien me interrumpe. 
Así una breve descripción del contexto que además deja entrever mi estado de ánimo. Procuro ser siempre positiva y hasta ahora me las he arreglado bastante bien. Tengo el convencimiento de que querer es poder cuando se trata de uno mismo, que uno comienza a ser feliz cuando decide que ya no quiere estar más triste.
Un par de veces tuvieron que echarme una mano dos desconocidos a quienes siempre acabé hablándoles de ti, de la rabia que tanto me ataba y que aun dolía y de por qué todo lo que me atrae tiene que ver con la dominación, una más psicológica, más desafiante, sin cincuenta sombras ni habitaciones rojas, una algo oscura, dentro de mi, intangible e invisible. Supe que algo está cambiando porque ahora tiene los ojos muchos más claros e iba a decir que la mente mucho más abierta, pero diré que lo está de par en par. Y me siento ahora como una adicta al alcohol sedienta, de repente, de agua con gas. No puedo decir que se hayan disipado mis rincones oscuros o que no tenga recaídas pero es posible que esté en la fase de aceptación de un duelo cuya ira se alargó más de lo previsto. Hoy, por ejemplo, es dos de diciembre y hace más o menos un año de aquel plan – otro viaje que cayó en saco roto- y vuelvo a confiar en mí, en mis decisiones y en que todo está escrito, en que todo está maktoub.
Procuro seguir viajando y es por eso que tengo la cuenta de ahorros bastante irritada, pero hago caso de mi abuelo que continua diciéndome que “la vida nunca sobra” y me lo gasto todo en aviones, aunque el dinero tampoco sobre. No es que no importe el destino pero en los aeropuertos encuentro siempre mi droga favorita, que además es la única a parte del café. Siempre me preguntan si voy sola o llevo acompañante y la respuesta sigue siendo la misma. No es que haga un año este diciembre que no haya vuelto a hablar con nadie, si no que todas las palabras que he intercambiado se han quedado en el aire, o vuelto hacia mi como un boomerang porque dan contra una pared. Y prefiero volver y escribir en mi blog que seguir queriendo meterme en relaciones de muertos cenantes, de los que comen sin saborear y hablan de nada con la cabeza en el teléfono. Quizás soy yo, o que está el listón demasiado alto en mi terreno, pero al menos el interés ha cambiado de forma. Por las mañanas últimamente no sé muy bien a qué jugar que no sea la espera, aunque las cosas más bonitas son las más difíciles de conseguir Χαλεπὰ τὰ καλά “.