Si yo fuese Dios y tuviese el secreto,
haría un ser exacto a ti;
lo probaría
(a la manera de los panaderos cuando prueban el pan, es decir: con la boca),
y si ese sabor fuese igual al tuyo,
o sea tu mismo olor, y tu manera de sonreír, y de guardar silencio, y de estrechar mi mano estrictamente, y de besarnos sin hacernos daño
—de esto sí estoy seguro: pongo tanta atención cuando te beso—;
entonces,
si yo fuese Dios,
podría repetirte y repetirte, siempre la misma y siempre diferente,
sin cansarme jamás del juego idéntico,sin desdeñar tampoco la que fuiste
por la que ibas a ser dentro de nada;
ya no sé si me explico, pero quiero aclarar que si yo fuese Dios,
haría lo posible por ser Ángel González para quererte tal como te quiero,
para aguardar con calma a que te crees tú misma cada día
a que sorprendas todas las mañanas la luz recién nacida con tu propia
luz, y corras la cortina impalpable que separa el sueño de la vida,
resucitándome con tu palabra, Lázaro alegre,
yo,
mojado todavía
de sombras y pereza,
sorprendido y absorto en la contemplación de todo aquello que, en unión de mí mismo,
recuperas y salvas, mueves, dejas abandonado cuando —luego— callas...
(Escucho tu silencio.
Oigo
constelaciones: existes.
Creo en ti.
Eres.
Me basta).
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