miércoles, 18 de septiembre de 2013

Ya lo sabes, amor.


Tu no lo sabes, amor, que nunca te quise. Que en realidad no estaba allí cuando me cogías de la mano y me llevabas de paseo por conversaciones que ni siquiera llegaba a escuchar. Y es que tu nunca te diste cuenta, amor, de que había vida más allá de la pequeña muerte que sin mucho esfuerzo me regalabas, creías tu, orgulloso, bajo mis faldas. Así la llaman, pequeña muerte, porque matándonos nos nace, pero yo nunca volvía a la vida y me quedaba mirando al techo como esperando que me resucitase el alma.
Nunca entendiste, amor, que para mí la vida era locura, que me matabas cada vez que me llevabas al mismo restaurante los martes “por hacer algo diferente”. No entendías que odiaba los martes por que tú los convertiste en otra rutina más dentro del calendario que ya tenía un programa para cada día del año. Que lo que para ti era estabilidad, para mi era tedio. Letargo. Desgana. Hastío. Hay tantas palabras en nuestro vocabulario para describirlo... y aún así, tu férrea e impenetrable superficialidad siempre te impidió entenderlo.
Pero tu no tienes la culpa, amor. Fui yo quien te eligió y te persiguió. Era tan fácil arrimarme a tu ropa y a tu olor, tan reconocible por ser el más común de todos, - el de la mayoría de los hombres sencillos – que me pegué a el sin miedo. Porque sabía que si algún día terminaba aburrida de ti, me marcharía. Sí, amor. Esta carta que ahora estás leyendo sorprendido (sé que no advertías un sólo pensamiento bajo mi pelo, al que no exigías más que ir siempre cuidadosamente peinado) tiene ya mucho tiempo. La escribí incluso antes de conocerte, cuando caminaba entre colores pero con el miedo siempre a cuestas. El miedo a no poder marcharme cualquier día al darme cuenta de que alguien muy diferente a ti me había tatuado el corazón.