Tu no lo sabes, amor, que nunca te
quise. Que en realidad no estaba allí cuando me cogías de la mano y
me llevabas de paseo por conversaciones que ni siquiera llegaba a
escuchar. Y es que tu nunca te diste cuenta, amor, de que había vida
más allá de la pequeña muerte que sin mucho esfuerzo me regalabas,
creías tu, orgulloso, bajo mis faldas. Así la llaman, pequeña
muerte, porque matándonos nos nace, pero yo nunca volvía a la vida
y me quedaba mirando al techo como esperando que me resucitase el
alma.
Nunca entendiste, amor, que para mí la
vida era locura, que me matabas cada vez que me llevabas al mismo
restaurante los martes “por hacer algo diferente”. No entendías
que odiaba los martes por que tú los convertiste en otra rutina más
dentro del calendario que ya tenía un programa para cada día del
año. Que lo que para ti era estabilidad, para mi era tedio. Letargo.
Desgana. Hastío. Hay tantas palabras en nuestro vocabulario para
describirlo... y aún así, tu férrea e impenetrable superficialidad
siempre te impidió entenderlo.
Pero tu no tienes la culpa, amor. Fui
yo quien te eligió y te persiguió. Era tan fácil arrimarme a tu
ropa y a tu olor, tan reconocible por ser el más común de todos, -
el de la mayoría de los hombres sencillos – que me pegué a el sin
miedo. Porque sabía que si algún día terminaba aburrida de ti, me marcharía. Sí, amor. Esta carta que ahora estás leyendo
sorprendido (sé que no advertías un sólo pensamiento bajo mi pelo, al que no exigías más que ir siempre cuidadosamente peinado) tiene ya mucho tiempo. La
escribí incluso antes de conocerte, cuando caminaba entre colores
pero con el miedo siempre a cuestas. El miedo a no poder marcharme
cualquier día al darme cuenta de que alguien muy diferente a ti me
había tatuado el corazón.
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