As-salamu alaykum. Wa alaykum assalam. Nos saludamos el de la cafetería y yo. Querría un café con leche, nos nos, que lo llaman aquí, «mitad y mitad», literalmente. Es lunes y se me han pegado los ojos después de un fin de semana a caballo, también literal, entre la medina y la playa de La Corniche. Todavía tengo agujetas, pero lejos de dolerme, me recuerdan que aquí puedo hacer en escondida libertad, lo que me apetece, al módico precio que ofrece un regateo bien hecho. Subo el café a la oficina y allí me encuentro con Mohammed, acentuado en la «a», como realmente debe pronunciarse el nombre del ultimo profeta. Nadie aquí sabe quien es ese tal Mahoma que nos hemos adaptado al castellano, quizás por mera facilidad de pronunciación.
Me lo encuentro trabajando en un proyecto de construcción de aulas para una escuela de los alrededores de Tanger. «Tienes que ir y verla», me dice, no sabes lo que agradecen aquí tener un lugar mas en el que estudiar.
Tenia razón. Visité el proyecto de escuela y encontré a unos niños con sed de lectura, abrazando a una profesora que se marchaba unos meses por baja de maternidad.
Hay niñas que llevan el pelo tapado y otras que lo dejan ondear al viento, negro y como hecho de seda. Pero todas, sin excepción, sueltan risitas y se muestran entre ellas mensajes que reciben de novios clandestinos. El Islam les enseña la pureza, les habla de protegerse del hombre, siempre hambriento de carne, que silba al verlas pasar. Pero algo por dentro les incita a responder, mediante miradas de aprobación, la llamada del instinto.
No lo admiten, esta mal, pero como no conocen -en teoría- la hipocresía, se quitan ya de adolescentes el pesado yugo de la cultura - que no de la religión - por la noche, rompiendo el ayuno en un Ramadán extraoficial.
Lo que me gusta de Marruecos no se encuentra en ese blanco roto que cubre a la gente, que abre sus casas en los viernes de rezo y cuscús, ni en los ojos profundos y oscuros de el que me invita a faire la visite du ciel, que pierden su forma de almendra cuando los entorna cuando ríe como quien hace explotar por la boca la felicidad.
Aunque este país, por su fuerza de influencia y sus arraigadas costumbres, me llamen a cruzar el limite de la libertad occidental para meterme en una jilaba que no deje asomar las curvas de lo tabú, a cambio de olor a especias y atardeceres que se anuncian con la llamada al rezo, a mi gusta ser quien soy.
No podría llevar hijab porque no soy digna de el. Beso en publico y lo hago considerando que no es un acto que falte al respeto. No soy alguien que podría vivir para siempre en un país donde se lucha en la calle pero se prohíben los actos de cariño a plena luz. No soy alguien que encarcelaría a un homosexual o dejaría en manos de Dios la decisión de como vivir mi vida. Pero soy alguien que respeta a las personas por ser lo que son, personas al fin y al cabo. Me gusta estar en un sitio donde los protocolos no existen, donde los buses llegan con retraso porque ha habido un accidente en la carretera y el conductor pisa el freno para que todo el mundo baje y ayude. Un sitio donde no existe la indiferencia y todos son hermanos y hermanas, khoyas y khetis. Aunque eso conlleve convertirte en titular de un periódico que se actualiza cada vez que ocurre algo más interesante.
Mi pilar mas importante aquí vuelve a tener nombre de mujer: Aisha. Ecoute moi. Y me escucha bien atenta. Me lleva de la mano por las calles que suenan a secretos escondidos tras las paredes de apartamentos que la gente alquila para las cosas prohibidas, para todo lo que es haram. Porque todos aquí están de acuerdo en que si naces musulmán lo eres para siempre y no se debe perder la costumbre, tan aceptada socialmente como en el plano legal, de presentar el certificado matrimonial si se quiere dormir en pareja tras las puertas de cualquier hotel.
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