Suelo
escribir en positivo, o al menos terminar un texto en positivo,
porque creo que la vida
es bonita. Siempre lo fue, pero se
llenó de
polvo porque la dejé descuidada en mi trastero de despropósitos. A
veces el síndrome de Diógenes no
nos permite dejar
paso a lo nuevo. Me ha costado un par de años de limpieza general y
mucho barniz pero ahora veo que el resultado es mejor que la versión
original porque, al restaurarme la vida, me veo también un poco más
sabia.
Puedo
decir, sin lugar a dudas, que he recogido cosas buenas por donde he
pasado. No he viajado para huir de problemas, ni buscar soluciones ni
matar demonios escondidos. Yo solo quise encontrarme
en una eterna búsqueda de un lugar de calma.
Ahora está muy claro. Ya había leído antes a Constantino Cavafis,
uno de estos escritores con los que te cruzas por sorpresa por
internet y te revelan una verdad a la que agarrarte en el momento
preciso: “No hallarás
otra tierra ni otra mar, la ciudad irá en ti siempre”. La descubrí
justo antes de marcharme a Nueva York, en aquel agosto demoledor que
me dejó en ruinas y me la guardé pensando que tendría sentido
algún día. Lo leí en la parte de atrás de mi coche mientras mi
padre conducía hacia el aeropuerto con mi madre a su lado. Yo,
simplemente, me dejaba ir en ese estado como catatónico, el de
asumir, el estado en el que dejas
que la marea te arrastre. “Volverás
a las mismas calles, y en los mismos suburbios llegará tu vejez; en
la misma casa encanecerás… Pues la ciudad es siempre la misma.”.
A
mi vuelta ya lo había entendido. Me
construí
un castillo en la ciudad vecina, uno
sin murallas, para dejar pasar a todo el que quiera sin controles a
la entrada. Hoy en día ya reconozco a simple vista a quien viene
armado y no necesito lanzar bombas, me basta con ignorar.
Siempre
he sentido que las ciudades tienen personalidad propia. Quiero a
Ferrol, porque
es raíces y es mar y es infancias
felices y los de toda la vida, el hermano del que puedes hablar mal
pero que se atenga a las consecuencias quien lo haga no habiendo
nacido allí. Cuánto
quise a Rabat... con ella el reloj se paró y sólo en momentos de
lucidez me di cuenta de que el tiempo seguía corriendo. Demasiada
lucha, el campo de batalla entre mis deseos más fuertes y lo que se
espera de mi, lo que me espero de mi, también. Nueva York fue como
esa mejor amiga que encontró las palabras correctas en el momento en
que más lo necesitaba y además me las regaló para siempre.
Hace
unos días, me di cuenta de que Coruña es como viajar. Ciudad –
refugio, gente de todas partes del mundo que tengo el gusto de
conocer, con historias que tengo el honor de escuchar en primera
persona. Es
también como leer.
Me
he rodeado de gente que abraza el mundo. Gente que, cuando entra por
la puerta alguien de Guinea Conakry, ocultando
una vida de escaparse y
de esconderse, bajo una enorme
sonrisa, sólo
ve a una persona más. Se la devuelven, le miran con atención, con
curiosidad. Entra alguien de Libia, ha sido parte del Ejército de
Liberación Nacional. Nuestros ojos se dirigen a el con el mismo
respeto. Siguiente, hombre argelino, entra saludando a mi compañera
gritando alegremente su nombre y a ella se le olvida todo el trabajo
que tiene por delante. Alguien de esta vida que elegí me dijo hace
poco que no podía comprender la falta de humanidad.. Que tenemos
costumbres distintas, que la cultura es construida y aprendida. Si
alguna vez alguien se pone en contra de tu trabajo – me
dijo -
diles que le pregunten a la persona a la que acompañas…
¿Por qué sonríes? ¿Por qué lloras? Verás que la cultura no
juega ningún papel a
la hora de hacernos iguales.
Así
Italia me pareció inexperta, algo caótica. Londres fue agobio y
frío por dentro. Rabat era una lucha entre mis dos versiones,
Manhattan una isla multicultural de transición. Paseando por la
marina de Coruña, de noche, me recordé caminando en djilaba en las
noches del Ramadán. Vi a lo lejos edificios altos y gente viviendo
deprisa y me vino una imagen en la terraza de mi edificio mirando
Nueva York quedándose dormida (porque lo hace también y tan bien…).
Y
volvía de mi trabajo que es viajar y leer y pensé que Coruña
reunía a todas las ciudades de mis vidas pasadas. Quizás es que me
haya reencontrado. Ahora, después de algunos años, tiene todo el
sentido. No son las ciudades, soy yo en todas las versiones de mí
misma. Soy yo una Pisa caótica, una Rabat intensa, una Manhattan que
pasa los días deprisa en medio de mil maneras de entender la vida.
Estoy en calma porque no es La Coruña quien reúne pequeñas partes
de cada ciudad. Todas ellas soy yo, “la ciudad irá en mí
siempre”.