martes, 25 de junio de 2019

Ni una sola cana


«Comienzas a tener “una cierta edad” cuando caes en la cuenta de que un día más es, irrevocablemente, un día menos. ¡Gran descubrimiento, molesta constatación!». Marcos Ordóñez, “Una cierta edad”.


Ahora que me he aprendido casi todas las canciones de mis listas de Spotify, me ha dado por los podcasts. Con el 20% de energía restante que me quedaba después de la noche de San Juan, cambié las mil excusas que me amarraban a la cama por unos cuantos motivos -entre ellos, el sol -, disfracé el olor a humo con mascarilla y salí a seguir explorando esta ciudad, que a veces me pone contenta y otras me hace feliz (otro motivo que derrotó a la resaca).
Metí en la mochila mi libreta de hojas blancas y un bolígrafo, porque, cuando duermo poco, divago mucho más. Tengo resacas creativas y es porque mi cerebro no conecta bien los conceptos que tiene automatizados. En realidad, esto suele ser siempre así, porque si tengo una inteligencia seguro que no es la lógico – matemática. Por eso, después de haber trasnochado, llevo siempre encima este escupidero de pensamientos encuadernado que me traje de Egipto.
Iba escuchando el podcast que menciono al principio de este texto. Alguien dijo que, a partir de cierta edad, caminas entre dos lugares, el presente y el pasado, que continuamente te va la memoria hacia atrás y ahí están ellos, los que se han ido. Yo imaginé a un montón de gente, los que se quedaron en donde pertenecían, saludándome desde abajo y mirando con ojos de nostalgia. Otra vez me di cuenta, no eran un montón de personajes secundarios, era yo saludándome, o despidiéndome y la verdad, me alegro de haberme visto multiplicada y a pequeña escala, como mera observadora, como si las vidas que ya no son mías fueran ya pura ficción. Recuerdos en diferido. La memoria, de hecho, es pura ficción porque ¿quién se puede fiar de los recuerdos? Reconstruimos el pasado a nuestro antojo, magnificamos los buenos y eliminamos los malos para que no se nos haga tan insoportable el paso del tiempo. Esto no es algo que a mi me agobie en particular, será un acto de rebeldía sin causa, o que he vivido tan deprisa hasta ahora, que mi alma no ha tenido tiempo de envejecer y entonces voy a destiempo. Mi reloj biológico es de arena y verlo medio vacío es, en este caso, una señal positiva de que lo estoy haciendo bien porque hace caer un suave hilo hacia el otro lado con mucha calma y sin derramarse. No se si hacerlo "bien" o hacerlo "mal" es hablar con propiedad pero, desde luego, lo estoy haciendo “yo”. Sigo siendo mil veces más feliz tirándome a reír en medio de la plaza del ayuntamiento (aunque no entienda los chistes a la primera) que ponerme a hablar de hipotecas. Será por eso que no me he encontrado ni una sola cana.

Radio 3, Efecto Doppler: http://www.rtve.es/alacarta/audios/efecto-doppler/efecto-doppler-cierta-edad-marcos-ordonez-22-04-19/5159829/


domingo, 31 de marzo de 2019

Disparan aguarrás.


Son las 21 de la noche y suenan las campanas que lo anuncian. Vivo enfrente de un campanario y me gusta mucho el toque que le da a las ventanas de mi casa, como si fuera un cuadro realista. La última vez que mi padre estuvo aquí, me dijo que le parecía bonito que le resultase bohemio un lugar donde otros podrían ver un muro.
Un amigo que es artista me comentó hace poco que estaba bastante indignado porque en la universidad de Bellas Artes se le enseñaba a citar, a tener un discurso pensado para convertir la obra en el nexo de conexión entre él y el público. Decía que no entendía por qué lo interesante de sus pinturas tenía que ser lo que el autor había querido expresar. Tal vez en el fondo es miedo a pensar por uno mismo.
Ayer estuve a punto de usar este blog como escupidero de desdenes, porque a veces me ofende que me juzguen, pero después le echo un vistazo a la vida y pienso que está tan bonita en forma de cuadro bohemio que quizás me la quieren emborronar por envidia. Hablo de preguntas lanzadas a discreción teñidas de aguarrás para disolver bien la pintura, cuando ven que mi obra es extraña porque a mis 30 no pinto bebés con cara de ángel o paisajes bucólicos o bodegones de fruta disecada a la que apuntan líneas de fuga dentro de un salón donde el resto es sombra. Tampoco enmarco fotografías de dos que sonríen mientras ilumina el flash y después se quitan los palillos que les sujetan las comisuras de los labios para fingir mejor. Miro a mi alrededor y pienso que quien se obliga a querer a alguien solo intenta paliar lo insoportable que se resulta a sí mismo.
Los domingos vuelvo a casa por carretera, me gustan los 45 minutos que me regala de tiempo para hacer limpieza en todas las habitaciones de mi cabeza. He insonorizado las paredes, para dejar de escuchar las voces automáticas que pretenden que me resigne, como sirenas atrayendo a un marinero que conoce bien su rumbo pero se deja llevar por el canto y acaba contra las rocas. También hay un suelo radiante que me provoca mi propio calor y un hilo musical que mi amigo indignado me ha ayudado a instalar para que pueda escuchar la música que más me guste.
Estoy pensando que cuando me muera, quiero dejar un testamento con herencias de bienes no materiales, como un puñado de respuestas que sirvan de escudo a todas esas preguntas y – demandas – que te lanza la gente como rocas lapidantes, para que te doblegues a vivir la vida que te marcan. También voy a dejar una paleta blindada con una gran gama de óleos a prueba de aguarrás.
Como espero que eso no suceda pronto, me dispongo a comenzar la cuenta atrás para mi próximo viaje. Dormiré abrazada a mi seguridad para que no me despierten los mensajes curiosos iluminándome el teléfono como bengalas en la noche.