miércoles, 1 de abril de 2009


Iba yo en un tren de camino a Venecia.
Me sentia muy contenta por aquello que estaba a punto de ver, pero la gente de mi alrededor se encontraba sumisa en sus expresiones diarias. Sus caras no expresaban nada nuevo, no habia nada en ellas que me pudiera provocar una sonrisa, nada que me pudiera hacer saber que alguien estaba sintiendo lo mismo que yo.
Habia gente leyendo el periodico, gente escuchando música... Cada uno pensando en sus historias, pero nadie parecia emocionado, todos inertes y subidos en ese tren que les llevaba al mismo destino al que yo me dirigía, pero sin un atisbo de emoción.
Me preguntaba si yo era demasiado diferente a ellos, si no tenia sentido que me palpitase el corazón por las ansias de ir a descubrir algo nuevo, o si era que la monotonía habia hecho que aquellos pasajeros dejasen de apreciar lo que les esperaba al final del trayecto.
Estaba sentada, pensando en lo diferentes que pueden llegar a ser las personas, cuando de repente pasó algo.
Llegó el atardecer, el sol se volvió naranja y el cielo se tiñó de un color rosa muy fuerte.
De repente todos los pasajeros giramos nuestras cabezas hacia las ventanas del tren, y no dejamos de admirar aquel paisaje hasta que hubieron transcurrido al menos unos cinco minutos.
Entonces pensé que tal vez si tenia algo en comun con ellos: No pensabamos lo mismo, no teniamos las mismas vidas, pero nuestras lágrimas saltaban igual, de alegría o tristeza, y el vello de nuestros brazos se alzaba exactamente de la misma manera.

Porque aunque no a todos nos vaya a gustar el trayecto hacia el que nos dirigimos mientras vamos en el tren, coincidimos al encontrar algo bueno por el camino.

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