Hacía mucho que no escribía. Y hoy no estoy demasiado inspirada así que supongo que este texto no está precisamente destinado a ser ninguna maravilla. Pero tengo que intentarlo, porque es la única manera de que el monstruo que tengo dentro no acabe conmigo cuando lucha por abrirse camino entre mis entrañas y sale a golpes de furia y descontrol. El monstruo, a pesar de todo, es un artista. Y como tal está loco. Solo piensa en luchar contra todo lo que simbolice represión. Como artista es también egoísta y un poco egocéntrico. Quiere salir y tira de mi hacia abajo. De hecho, hace tiempo que he desaparecido.
Normalmente a el le encantan los hombres. Pero no es gay, es que no tiene sexo. Odia a las mujeres por sus tendencias victimistas y suicidas. “Que pobre soy, mira lo cabrón que ha sido X conmigo, voy a encerrame en mi habitación y a pensar que el mundo no vale la pena”.
Pero cuando ve a un hombre, ve muchas cosas. Ve algo sencillo, transparente y simple. Un placer para los oídos cuando te dice lo que deseas, para los ojos cuando tienen la espalda ancha, y en otras ocasiones, para el resto del cuerpo.
Pero los odia también. Odia cuando me hacen dudar de si soy yo quien lleva el control o soy el comodín. Cuando me hace quedar con una veintena y no respondo. No le hago sentir ni un ápice de emoción. Cuando me prueba, me prueba y no reacciono. Odia cuando no me ha dado la orden, tomo las riendas sin avisar y elijo yo. Entonces siento algo, y es en estos casos en los que siempre, siempre, tiene que salir en mi defensa.
Y sigue haciendo que salga a los bares y busque todos los fines de semana en el fondo de los vasos. Pero no queda nada después de haberse derretido el hielo. A veces un consuelo en la euforia del momento. Pero vuelve el dolor de cabeza al día siguiente. Los pensamientos sobre la cama. El vacío.
Y suenan casi siempre canciones de Springsteen, porque sus letras rellenan el vaso incluso cuando el grifo apenas contiene algo potable.
Entonces me siento mejor.
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