Estás sola, en un descampado, y llueve.
Desde el cielo, también.
Sabes que mañana amanecerás resfriada, pero simplemente no puedes moverte. Estás ahí, impasible. Ni un árbol al abrigo del que cobijarse.
El olor a césped mojado es ambiguo, te recuerda a todas las batallas libradas en ese campo, sola, y te sientes como el veterano de guerra. Enganchado al morboso poder de las trincheras, pero las heridas abiertas son ya tantas...
Y de repente, justo en medio de la nada, lo ves venir a lo lejos. Aparece en un claro de luz y en su mano derecha sostiene un paraguas. Se acerca hacia tí, no dice nada y te seca la cara. Estás cubierta y la humedad se ha ido. Mañana ya no habrá fiebre. No hay agua por fuera, aunque es invierno y sigue cayendo a mares. Para curar lo que hay dentro, un abrazo. Y la sensación crece, como el amor, crece.
Debe ser eso por lo que la gente si no muere, mata.
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