El
Sultán Schariar había sido traicionado varias veces por su esposa.
Tanta era la pena y la rabia que sentía que decretó que cada noche,
al atardecer, se casaría con una mujer a la que mataría al día
siguiente. Muchas mujeres justas pagaron por las pecadoras, cortadas
por el filo del corazón herido del sultán. Almendrados los ojos,
como casi todos los hombres árabes. Les nacen así porque vienen
preparados para entornarse frente al sol. Una barba de no más de
tres días tapaba una sonrisa seductora, casi mentirosa, que al
abrirse entre unos labios que, de oscuros, eran casi azulados,
llamaba al hipnotismo. Muchas, más de cien mujeres, cayeron en el
precipicio mortal por el que Schariar las arrojaba apenas terminaba
la noche de bodas. Dos o tres puñaladas terminaban para el con la
carga que suponía una traición.
Pero
llegó Sherezade. La princesa se sentó aquella noche junto a él y
vio algo más detrás de aquel corazón lapidado. Empezó a contarle
historias que el sultán no quiso dejar de escuchar. Historias que
empezaron a paliar su sed de venganza. Sus palabras comenzaron a
llenar los vacíos que la ex mujer de Schariar había dejado
lanzándole piedras al corazón.
Aún
así, a pesar de las historias interminables de cada noche en su
alcoba, el sultán seguía muerto de sed. Pensaba en el modo de
acabar con la vida de Sherezade y pensaba también en los siguientes
cientos de mujeres que estaban por morir. Se preguntaba cuánto poder
podía tener el amor, como para dejar que una sola mujer le
destruyera. Y ahí estaba la princesa, frente a el, dejando que poco
a poco sus brazos la acogieran haciéndole sentir a él protegido de
nuevo. Así, el corazón de Schariar se recompuso al calor de unas
manos frías, que normalmente delatan a un corazón caliente.
Las
mil y una noches no es la única historia de amor y muertes en el
mundo árabe. Las hay también equivalentes a las occidentales, como
Qais y Leyla, los orientales Romeo y Julieta, misma historia con
igual destino, pero seguro que mucha, mucha más intensidad. Lo que
la historia no cuenta y de ello estoy segura, no porque lo haya leído
en alguna versión extraordinaria, sino porque vivo en un país
árabe, donde la mayoría de los sultanes no abrazarían a Sherezade,
porque en sus brazos no habría espacio para sólo una mujer y los
Qais no morirían por amor. Seguramente el Romeo de oriente lloraría
un par de noches la muerte de Julieta para abrir después su alcoba
con acceso gratuíto para todas las bailarinas del vientre que se
pasaran por la Kasba. En la historia extraordinaria jamás contada
-ya que no sería lucrativa- el sultán mataría también a
Sherezade, porque a este lado del mundo si hay algo de lo que los
hombres carecen es de paciencia.

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