Paso
los controles del aeropuerto y lo hago práctica, automática,
metódica. Atravieso el detector de metales bajo la mirada rutinaria
del que me inspecciona -es rutinaria, no acusadora ni expectante, la
del trabajo diario-. Pienso precisamente en eso, imagino al agente
hace veinte años, excitado, nervioso, la seguridad de mucha gente
depende de su trabajo. Hoy, sólo es pasividad.
Y así
me he visto: pendientes, colgante, reloj, cinturón, zapatos. No lo
pienso, es igual que todas las veces anteriores, y paso el control
sin que ninguno de los dos nos dediquemos una mirada. Entonces
escucho a los chicos de atrás, sacos de nervios de unos 18 años:
todo saldrá bien, lo hemos organizado, líquidos aparte, tiempo de
sobra, seremos los primeros en la cola de la puerta de embarque. Los
miro un poco más tarde, en el instante en que llaman para que
comencemos a entrar, pero yo estoy sentada. No me molesto en
levantarme. Recuerdo cuando cogí un avión por primera vez, el
aeropuerto era una ciudad con entradas y salidas a varias
dimensiones, gente de todo tipo cruzando a destinos que imaginé
recorrer uno a uno. Pasaba el control nerviosa, la mirada rutinaria
era para mí acusadora y por supuesto era la primera en la fila, como
si eso fuera a aligerar el tiempo.
Hoy de nuevo pendientes, colgante, reloj, cinturón, zapatos, sentada en los bancos de la puerta de embarque, no pienso molestarme en arrastrar la maleta durante toda la cola. Y ahora me pregunto si, perdida la adrenalina, sigue mereciendo la pena. Una de las cosas que me cuesta decir.
Hoy de nuevo pendientes, colgante, reloj, cinturón, zapatos, sentada en los bancos de la puerta de embarque, no pienso molestarme en arrastrar la maleta durante toda la cola. Y ahora me pregunto si, perdida la adrenalina, sigue mereciendo la pena. Una de las cosas que me cuesta decir.
Aquí
estoy, sentada esperando ocho horas de vuelo. Menos mal que me acordé
de coger la libreta que reza “la vida puede ser maravillosa” que
me regaló mi hermana para que no se me escapasen los momentos de
inspiración, o de alegría extrema, tristeza extrema, melancolía, o
cualquier sentimiento que me dé ganas de escribir. Ella, entre las
personas que me conocen de verdad.
Vuelvo
de diez días en casa, de empaparme el corazón y de lluvia en el
pelo. Olía a hierba fresca, recién cortada, y a eucalipto. Todo era
diferente esta vez, aunque igual. El zumo de naranja de por la
mañana, mi madre preparándolo todo a la perfección aún con los
ojos cerrados y mi padre viéndonos sin tener que mirar. Por la piel
de mi abuelo se acumula cada vez más el tiempo, pero en sus ojos se
puede ver cómo abraza la vida. Y a nosotras como si nunca hubiéramos
crecido.
El
muelle, ese escenario con un cielo que nunca es gris, si no azul
oscuro, amarillo, blanco y rojo, todos a la vez dan la impresión de
que va a llover, pero nosotros sabemos que no. Sabemos cuando aguanta
y cuando va a explotar, porque lo tenemos interiorizado de toda la
vida. Como sabemos en qué playa hará viento y en cuál se va a
estar bien o cuando está subiendo y bajando la marea. Reconozco mi
acento y sé de qué me habla la gente cuando menciona cosas que
solían estar y personas que ya se han marchado, pero que eran
“míticas” en esa ciudad -que no pueblo- en el que se supone que
perder es lo normal.
Quizás
haya sido también diferente esta vez porque sin esperarlo, aunque
sin haber dejado de pensarlo nunca desde que me fui, cambió la banda
sonora. Escuché en bucle el primer CD de Dover y también Coldplay
entre baños de espuma. Me sorprendió una selva de monos rotos,
peces y conejos de chocolate que me hicieron temblar la boca y la
vida como si el tiempo se hubiera detenido en aquella tarde-noche en
la que me bañé en el mar a pesar del frío y todo cambió de
repente. Otra de las cosas que me cuesta decir, sobretodo a
kilómetros de distancia.
Yo pude
escapar pero, muy al contrario, he prometido volver y quizás note en
la piel de gallina que se me pone con la canción de los limones que
sonaba a última hora del West Saloon, que quizás vaya siendo hora. Soñar muy fuerte, ir y venir, darse cuenta de que el
paraíso está en el origen. Donde se acaba el mar.
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