miércoles, 17 de mayo de 2017

Las cosas que me cuesta decir.

Paso los controles del aeropuerto y lo hago práctica, automática, metódica. Atravieso el detector de metales bajo la mirada rutinaria del que me inspecciona -es rutinaria, no acusadora ni expectante, la del trabajo diario-. Pienso precisamente en eso, imagino al agente hace veinte años, excitado, nervioso, la seguridad de mucha gente depende de su trabajo. Hoy, sólo es pasividad.

Y así me he visto: pendientes, colgante, reloj, cinturón, zapatos. No lo pienso, es igual que todas las veces anteriores, y paso el control sin que ninguno de los dos nos dediquemos una mirada. Entonces escucho a los chicos de atrás, sacos de nervios de unos 18 años: todo saldrá bien, lo hemos organizado, líquidos aparte, tiempo de sobra, seremos los primeros en la cola de la puerta de embarque. Los miro un poco más tarde, en el instante en que llaman para que comencemos a entrar, pero yo estoy sentada. No me molesto en levantarme. Recuerdo cuando cogí un avión por primera vez, el aeropuerto era una ciudad con entradas y salidas a varias dimensiones, gente de todo tipo cruzando a destinos que imaginé recorrer uno a uno. Pasaba el control nerviosa, la mirada rutinaria era para mí acusadora y por supuesto era la primera en la fila, como si eso fuera a aligerar el tiempo.

Hoy de nuevo pendientes, colgante, reloj, cinturón, zapatos, sentada en los bancos de la puerta de embarque, no pienso molestarme en arrastrar la maleta durante toda la cola. Y ahora me pregunto si, perdida la adrenalina, sigue mereciendo la pena. Una de las cosas que me cuesta decir.
Aquí estoy, sentada esperando ocho horas de vuelo. Menos mal que me acordé de coger la libreta que reza “la vida puede ser maravillosa” que me regaló mi hermana para que no se me escapasen los momentos de inspiración, o de alegría extrema, tristeza extrema, melancolía, o cualquier sentimiento que me dé ganas de escribir. Ella, entre las personas que me conocen de verdad.

Vuelvo de diez días en casa, de empaparme el corazón y de lluvia en el pelo. Olía a hierba fresca, recién cortada, y a eucalipto. Todo era diferente esta vez, aunque igual. El zumo de naranja de por la mañana, mi madre preparándolo todo a la perfección aún con los ojos cerrados y mi padre viéndonos sin tener que mirar. Por la piel de mi abuelo se acumula cada vez más el tiempo, pero en sus ojos se puede ver cómo abraza la vida. Y a nosotras como si nunca hubiéramos crecido.
El muelle, ese escenario con un cielo que nunca es gris, si no azul oscuro, amarillo, blanco y rojo, todos a la vez dan la impresión de que va a llover, pero nosotros sabemos que no. Sabemos cuando aguanta y cuando va a explotar, porque lo tenemos interiorizado de toda la vida. Como sabemos en qué playa hará viento y en cuál se va a estar bien o cuando está subiendo y bajando la marea. Reconozco mi acento y sé de qué me habla la gente cuando menciona cosas que solían estar y personas que ya se han marchado, pero que eran “míticas” en esa ciudad -que no pueblo- en el que se supone que perder es lo normal.

Quizás haya sido también diferente esta vez porque sin esperarlo, aunque sin haber dejado de pensarlo nunca desde que me fui, cambió la banda sonora. Escuché en bucle el primer CD de Dover y también Coldplay entre baños de espuma. Me sorprendió una selva de monos rotos, peces y conejos de chocolate que me hicieron temblar la boca y la vida como si el tiempo se hubiera detenido en aquella tarde-noche en la que me bañé en el mar a pesar del frío y todo cambió de repente. Otra de las cosas que me cuesta decir, sobretodo a kilómetros de distancia.

Yo pude escapar pero, muy al contrario, he prometido volver y quizás note en la piel de gallina que se me pone con la canción de los limones que sonaba a última hora del West Saloon, que quizás vaya siendo hora. Soñar muy fuerte, ir y venir, darse cuenta de que el paraíso está en el origen. Donde se acaba el mar.






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