Viaje tras viaje, seguía esperando a que despejase la niebla. Llevo tanto tiempo caminando en translucidez que me he acostumbrado. Y ahora me gusta y veo a través de ella. Con las botas desgastadas, cámara en mano, odio el desenfoque y detesto también la nitidez. A veces querría ser más inocente. Es difícil tratar con este mundo. Dando patadas a las piedras levanto polvoredas de ambición que asustan a los hombres. Nómada, itinerante, cualquier barrote es ya una prisión. Los bancos, oficinas, comida rápida, uniformes, tecnologías inservibles… todo hunde mi espíritu. Transcendental, pero no creo en las utopías. El cuerpo es el recipiente que hay que adaptar al entorno. A veces es mejor la evasión que la realidad, porque esa sí que nunca supera a la ficción. Otra vez me tiro en cama e imagino. Que no soy tan fuerte, que no soy independiente, que me gusta estar en casa, que estoy cansada de andar. Me echo a reir. Esa no es mi vida.
domingo, 29 de mayo de 2011
viernes, 20 de mayo de 2011
Un regalo
La vida no vale para nada. No somos nada. Al menos no somos nada más que animales que nacen, crecen, se reproducen y mueren. No hay ningun sentido ni tenemos ninguna misión más que la que nosotros mismos nos encargamos.
Y a pesar de la confusión que pudiera estar provocando con este comienzo, creo que la vida es un regalo.
Sólo por eso, por nacer, por ver nacer a los que llegan, por comer, por poder saborear un gran plato de marisco, por reproducirnos, por poder disfrutar de la causa y después del efecto.
El vino, los amigos, los besos, los abrazos, la playa, el olor de un buen perfume, la lluvia y la tormenta cuando estas en casa tapado con una manta, las risas, carcajadas y las lágrimas de tristeza que te hacen sentir vivo.
Hasta la muerte es también un regalo. Si ella no nos llevara a un final, no tendríamos ansias por vivir. Si una película no tuviera final, no la veríamos con la misma intriga.
Es como el resto de los regalos. Como cuando por Navidad un niño recibe su primera bicicleta. Se sienta, tropieza, cae, duelen las rodillas, mercromina, betadine, incluso a veces hay que darle puntos en la herida. Pasan un par de días, pasa incluso una hora, y el niño vuelve a su bicicleta. Tal vez con más cuidado, tal vez con un poco de ayuda, pero pedalea de nuevo.
Porque los momentos en que ese niño se tira cuesta abajo a toda velocidad, disfrutando del viento en la cara y de la poderosa sensación de ser él quien tenga el control, compensan por más de cien caídas y cien botes de mercromina y betadine.
Y a pesar de la confusión que pudiera estar provocando con este comienzo, creo que la vida es un regalo.
Sólo por eso, por nacer, por ver nacer a los que llegan, por comer, por poder saborear un gran plato de marisco, por reproducirnos, por poder disfrutar de la causa y después del efecto.
El vino, los amigos, los besos, los abrazos, la playa, el olor de un buen perfume, la lluvia y la tormenta cuando estas en casa tapado con una manta, las risas, carcajadas y las lágrimas de tristeza que te hacen sentir vivo.
Hasta la muerte es también un regalo. Si ella no nos llevara a un final, no tendríamos ansias por vivir. Si una película no tuviera final, no la veríamos con la misma intriga.
Es como el resto de los regalos. Como cuando por Navidad un niño recibe su primera bicicleta. Se sienta, tropieza, cae, duelen las rodillas, mercromina, betadine, incluso a veces hay que darle puntos en la herida. Pasan un par de días, pasa incluso una hora, y el niño vuelve a su bicicleta. Tal vez con más cuidado, tal vez con un poco de ayuda, pero pedalea de nuevo.
Porque los momentos en que ese niño se tira cuesta abajo a toda velocidad, disfrutando del viento en la cara y de la poderosa sensación de ser él quien tenga el control, compensan por más de cien caídas y cien botes de mercromina y betadine.
domingo, 8 de mayo de 2011
Domingo
Algo que me gusta de mí es la capacidad de mi mente para evocar pensamientos o formularse preguntas en momentos no propicios y a veces ni apropiados.
Hoy es domingo. Como cada domingo, me he levantado y el sabor es pastoso. Mi piel aún protesta porque cuando llegué a casa no recordé desmaquillarme y trato como siempre de aliviarla con una ducha de agua a veces fría, como si pudiera hacer que el efecto fuera el mismo.
Después de sentar mi cuerpo a la mesa y pulsar el automático, fuerzo a pinchar un par de trozos de carne en el tenedor, pero mi estómago está enfadado y no me deja comer.
Me tiro en cama y dejo que mi mente se vaya.
Hoy me he preguntado si me consideraba una persona culta, y me he respondido que soy más culta que ignorante, y que la balanza seguirá inclinándose a mi favor conforme vayan pasando los años.
Ha sido un alivio.
Pero los domingos son diferentes. Yo soy diferente los domingos. La inexplicable levitación de mi mente cobra aún más fuerza y alcanza la categoría de filósofa.
Siempre he creído que los filósofos no son gente inteligente, en el sentido íntegro de la palabra. Entiendo que la filosofía es un conjunto de teorías inservibles para el mundo al servicio de las mentes de los evadidos.
Yo soy así. Me tiro en mi cama y miro al techo durante dos horas pensando en cosas que nada interesan al mundo. Pienso en lo insignificantes que somos y en lo banal que es nuestra vida, y en cómo la noche anterior intenté darle sentido en los pubs, ahogada entre copas y masas de gente. Demasiada gente, y pocas personas.
Pero vuelve la pastosidad a la boca al día siguiente. Y me siento más vacía de espíritu, y me veo en perspectiva, en ese limbo en que me tiene la continua espera hacia ese sabe Dios qué.
Pero vivo. Y actúo en base a mis apetencias, y rezo a los siete pecados capitales, delitos universales, pero sales para la vida. Los domingos de hecho pienso que la vida sin pecado sería un error.
Pero el amanecer siempre me trae de nuevo al lunes y vuelvo a ser un poco más masa. Un poco más “normal”. Un poco más banal.
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