miércoles, 24 de julio de 2013

Kiki de Montparnasse.

Se sienta a dibujar mientras lo miro desde el sofá preguntándome cuando será mi turno. Pasan los minutos y me inquieta la velocidad con que las agujas los marcan. El aburrimiento de un verano cuyo final aún desconozco hace que mi móvil esté perpetuamente anclado a mi mano a la espera de que, un día de estos, una voz a través de él me anuncie buenas noticias.
Entonces, ya que la parte derecha de mi cerebro no tiene oportunidad, la izquierda toma el mando. Y le miro a él. Y me pregunto porqué no me deja salir de sus manos. Porqué en medio de tantos pensamientos en alto y tanta risa que nos provocan los muertos cenantes (los del estómago lleno pero nada en los ojos), a pesar de ser artista y de verse en mis textos, por más que me busco yo nunca me encuentro en su libreta. Y sé que sólo es a veces, cuando la parte derecha está ahogada en el hastío, que la izquierda quiere quitarse la ropa y ponerse en la piel de Kiki de Montparnasse. Servir de inspiración cuando a ella le falta y convertirse en las ganas en una idea, la motivación en un imposible.
Sigo sentándome de cara a la ventana mientras él dibuja detrás de mi, pero por más que aparto el pelo, mi Man Ray no ve violines en mi espalda.

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