Ya sabemos todos que si existen los
bares es porque existe el desamor, y el paro, y la desgana, y la
ausencia de rincones tranquilos aún por conquistar. Que se lucran
los camareros de los que pierden el norte pero ¿a quien demonios le
importan las brújulas? Todos tiramos hacia el sur, unos al del
ombligo, otros llegan a los pies, y van a donde les lleven. Y cada
paso que damos se nos cierran los ojos y nos quedamos ciegos aunque
no nos apaguen la luz, y rompemos vajillas con la mirada, a veces
solos, a veces acompañados de aquellos cuyos monstruos casan con
los nuestros. “Sólo podemos ver bien con el corazón, lo esencial
es invisible a los ojos”, leí una vez, y jamás olvidé aquella
historia, a propósito de alguien que se pierde en mitad del Sahara.
Yo me he dado ya mis bendiciones ahora
que no me quedan más platos por romper para que no me presione el
alma al ver que mi cara no me delata por mucho que digan que le hace
de espejo.
Pero para eso esta el arte, si lo entendemos como cualquier cosa que te haga salir de ti, sentarte y
escribir con euforia, aunque las frases vayan desencadenadas y
resulte un texto de un montón de palabras inconexas lanzadas a este
escupidero de pensamientos aún sin madurar.
Tampoco pretendo sentenciar en una
entrada una libertad absolutoria, bastante he infectado ya este
espacio con ángeles sin alas y amores que, cuando no matan, mueren
también. Así que pensándolo bien, bendita o maldita, allá me voy,
a donde me ha llevado la casualidad, o la causalidad, aún no he
decidido qué teoría me viene mejor, aunque soy tan de teorías
predeterminadas como de brújulas. Apartaré el aire a manotazos y si
me molesta una ráfaga de viento me ataré la melena con fuerza, que
no por no soltármela voy a llegar menos lejos, yo, que trato de ser
siempre mujer aún con el rimmel en las mejillas.
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