Hoy
os contaré una historia. Una historia que ocurre aún en un país de
sabores y olores intensos, donde el sol se pone en una explosión de
colores que lo inundan entero. Esta historia es mía y una parte de
ella está a punto de terminar o, quien sabe, de ponerse en pausa.
Vivo
en una fortaleza que se adentra en el mar, aquí la llaman kasba y
fue la primera ciudadela que se construyó en la ciudad de Rabat. Sus
calles y casas están pintadas de blanco y azul y sus suelos
empedrados llevan a un jardín andalusí con vistas al mar en el que
ofrecen té marroquí, diferente al resto porque se sirve con menta y
prácticamente hirviendo. Ahí desayuno a veces cuando me levanto,
como siempre, sin preguntarme qué día hace porque sé que siempre
sale el sol. Aquí en Rabat, para mi el cielo está siempre despejado
aunque llueva. La gente de las pequeñas tiendas de al lado conversan
entre ellos como si yo no estuviera presente: “Es Sara, española,
vive en la casa bajo el arco. Ya no es extranjera, que bonita se
despierta la Oudaya con sólo verla sonreir”.
Juntando
todo el tiempo en una sola unidad, puedo decir que ya he pasado aquí
casi dos años sin mirar el calendario, porque en Marruecos la calma
de la gente hace que el paso del tiempo se detenga. Yo tengo 27 y
este lugar mantiene mi espíritu en un estado de calma que sólo
puede darte la infancia. Las calles de la medina se presentan
ruidosas, el bullicio se siente, palpita en el mercado donde he
aprendido a regatear al ritmo de las llamadas al rezo.
He
pasado un mes de ayuno en el que he descubierto la importancia del
autocontrol, de cómo el estar en consonancia con el resto del país,
que bajo el sol y a la una de la tarde aún no ha probado un sorbo de
agua, nos acerca y nos hace fuertes en el objetivo de cumplir 30 días
inmaculados y alejados de cualquier sentimiento que pudiera causar
placer.
En
mi historia hay también una rana que poco a poco fue convirtiéndose
en príncipe, con mucho amor y paciencia. Y que luego volvió a ser
rana y príncipe otra vez, tal vez simplemente hay cosas destinadas a
no ser. Aunque su respiración suene a mi canción favorita y sus
ojos tengan el poder de atravesar el alma rompiendo religión y
cultura. Los sábados han sido clave, me dijo en un abrazo de los que
necesitan de mucho más del cuerpo entero. En sábado nací, en
sábado te convertiste en mitad de mi y en sábado te marchas. Cada
sábado pasaré por la Kasba y notaré el vacío que dejas.
Al
fin, he comprado el vuelo de vuelta a España, caro por retrasarlo
cada día con una excusa nueva. Pero pensándolo bien, qué bonito es
tener ahora dos lugares a los que regresar, dos lugares a los que
llamar hogar. Una segunda familia ha llorado al despedirse de mi,
haciéndome prometer que algún día conocerán a mis hijos, sin
saber que este país ha creado ya vida en mí, una vida que me llevo
al otro lado del mundo, que me hará recordar mientras camine por
anchas avenidas de una jungla de cemento desbordada de gente corriendo
y gastando dinero, que un día fui feliz sin nada en los bolsillos y
lleno el corazón.
La
vida no te quita cosas, simplemente te libera. Te hace liviana para
poder alzar el vuelo y que puedas seguir viendo, descubriendo,
sobrevolando. Esta vez, veré la vida sin peso a través de
rascacielos.
Cada
viaje en autobús me ha enseñado el poco valor de la propiedad
privada. Gente sentada a mi lado partiendo su bocadillo en dos y
ofreciéndome la mitad, personas que nunca me habían visto ni,
probablemente, me volverán a ver. Era Ramadán, el bus corría
porque se aproximaba la llamada al rezo que anunciaría la ruptura
del ayuno, pasamos Rabat para llegar directos a Casablanca. Me quejé,
sólo yo debía quedarme por el camino pero el hambre y la sed hacen
oídos sordos y al llegar al que no era mi destino un grupo de gente
me cogió las maletas para sentarme con ellos en un restaurante de la
estación e invitarme al desayuno que debía comenzar al atardecer.
Esa empatía, esa generosidad, ese trato humano más allá de tu
nombre y pasaporte. Eso, ha hecho crecer en mí el amor por este
país.
Aquí
he visto mil soles espléndidos. Mañana será un ocaso. Pasado, un
nuevo amanecer. Y algún día no muy lejano, el sol hará volar de
nuevo mis ojos entre el bullicio, las palmeras y el olor a especias.

1 comentario:
That made me cry...
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