En
alguna parte leí una vez que la angustia por el paso del tiempo nos
hace hablar del tiempo que hace. Esto es, las conversaciones en el
ascensor con ese vecino con el que apenas tienes trato, girando en
torno a – aquí en el norte – lo cansados que estamos de la
lluvia. Al fin, nos paramos en el piso del uno o del otro y viene de
repente ese alivio que se siente cuando ya no hay que llenar los
huecos vacíos que inundan un silencio incómodo. Agonizantes
segundos de miedo a las relaciones interpersonales. Un día estás
con alguien en silencio, incluso durante más de 10 minutos y piensas
que quizás sea una persona especial, porque te hace sentir cómodo,
no tienes por qué decir nada.
En
la historia de mi vida a tiempo real, tengo exactamente 29 años, 8
meses y 4 días, pero mientras escribo esto quedan 10 minutos para
media noche y en cada palabra un poco menos, entonces será un día
más añadido a mi tiempo físico.
Se me viene a la mente aquella historia del buscador, un hombre que viajó a una ciudad llamada Kammir, buscando nada en particular (los buscadores son – somos – gente que entiende la vida buscando, deambulando, pero que no necesariamente estamos perdidos). Allí se encontró con un cementerio precioso y se acercó a leer algunas de las inscripciones de las tumbas. De repente, se quedó conmocionado porque cada una de las lápidas estaba inscrita la fecha de nacimiento y muerte de quien allí yacía y ninguno llegaba a sumar once años. Pensó que eran tumbas de niños, niños demasiado pequeños para haber siquiera llegado a saborear la vida.
Se me viene a la mente aquella historia del buscador, un hombre que viajó a una ciudad llamada Kammir, buscando nada en particular (los buscadores son – somos – gente que entiende la vida buscando, deambulando, pero que no necesariamente estamos perdidos). Allí se encontró con un cementerio precioso y se acercó a leer algunas de las inscripciones de las tumbas. De repente, se quedó conmocionado porque cada una de las lápidas estaba inscrita la fecha de nacimiento y muerte de quien allí yacía y ninguno llegaba a sumar once años. Pensó que eran tumbas de niños, niños demasiado pequeños para haber siquiera llegado a saborear la vida.
Apareció
el enterrador para enseñarle otra realidad. Los años son la suma de
cada momento intenso de felicidad que cada una de las personas allí
enterradas había vivido. Fallecidos de 89 años físicos pero 11
años emocionales.
Miro
hacia atrás, observo mi vida de manera global. Pienso en las cosas
que me han hecho explotar de adrenalina… Los aviones que he cogido,
de los que ya he perdido la cuenta, la vez que acabé en Rusia
queriendo llegar a Nueva York o cuando crucé de Bratislava a Praga
en tren sin entender una palabra porque no tenía el bolsillo para
vuelos directos… Mis tormentas de arena llenas de dudas resueltas
en mares de abrazos, mis idas y venidas entre el sí y el no, me
quedo y me voy… Un par de cumpleaños sorpresa y sonreír
sintiéndome querida. Una postal desde el otro lado del charco y
otras desde el norte y el este del mundo. Regalos inesperados. Las
veces que sonreí al ver a viejos amigos. Un trabajo para el que
madrugo con ganas. Mi familia, empuje, apoyo, colchón, amor
desbordante incondicional.
Mis
momentos de lucidez rescatados por todos los de locura. Que las
aventuras hayan valido la pena pero el sufrimiento también. Que las
alegrías más pequeñas superen las heridas mas profundas. Este, ese
y aquel también. Y saberme dueña de todos mis momentos de total
raciocinio y de incontrolada pasión (por la vida, en todas sus
acepciones).
Para
no perder un segundo de la mañana en escoger la ropa que me pondré,
la dejo en la silla preparada la noche anterior. Aprovecho ese
segundo que ahorré para echar una pizca de sal en mi tostada de
aguacate con aceite de oliva y sumo otros dos minutos que se podrían
grabar en mi tumba si muriera en el pueblo de Kammir. No todos los
placeres me hacen retumbar el corazón, algunos me vienen en pequeños
estímulos que hacen que comience bien el día. Cojo el ascensor,
aunque vivo en un segundo piso y voy al gimnasio casi todos los días.
La vecina, meteoróloga de vocación, me cuenta que “parece que va
a llover”. A mi me gustan los días de lluvia, la melancolía me da
para escribir y, si además le pongo al mal tiempo buena cara, tendré otro día más de vida.
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