Esta
semana he dado un paso de gigante. Cuando actúo así, por impulso y
casi sin pensar, me recuerdo a mi misma en la playa de La Graña,
cerrando los ojos mientras cojo carrerilla para tirarme desde el
pantalán. Qué miedo, qué vergüenza, ¿qué pasa si…?, ¡que
alguien me empuje, o me quedo en el borde!. Lo hago, porque mi amor
propio jamás me permitiría empezar un salto y que nunca llegase a
aterrizar, aún a riesgo de darme contra una roca.
Lo
que para algunos es rutinario, normal, dentro de lo común, para mi
ha supuesto un revolver de todo lo que he venido haciendo hasta el
momento. Una gran hazaña, a marcar en el calendario, ha sido
alquilar un piso en una ciudad en la que llevo trabajando casi un
año. No fue hasta ahora que me di cuenta de lo que estaba haciendo
en realidad. Un contrato inestable, unas ganas de lo conocido, estar
con gente de toda la vida, parar el ritmo frenético de estos casi
cinco años de varias vidas intensas dentro de un cuerpo que ya poco
aguante tenía y que, con una mochila cada vez más grande, seguía
subiendo la cuesta cada vez con más fatiga. Eran estas excusas
detrás del
mismo miedo a dejar el tren y quedarme parada en una misma estación.
Pero
entré y me pareció agradable, familiar. Pasa con las casas lo mismo
que con algunas personas, que sientes que siempre han estado ahí,
aunque no las conozcas de prácticamente nada. Estaba vacía, pero me
pareció que le sentarían bien todos los trocitos del mundo que me
pude traer en las maletas, el espejo azul y plata y las mantas y
cojines de Rabat, la alfombra del desierto, las cajitas bonitas de
India, postales de Nueva York, un poster de “Le Chat Noir” de
Francia, muñequitas cubanas y quizás cuelgue en la pared algún
taco de recuerdos. Al fin y al cabo, una de las cosas que me hacían
daño de la vida itinerante era que nunca podía comprar nada,
simplemente porque no sabía donde lo iba a poner.
Hace
poco me dijeron, consolándome, que no hay una sola forma de vivir
universalmente válida. El mundo que nos rodea nos dice que pidamos
hipotecas, que busquemos pareja y tengamos descendencia. Porque si
no… ¡qué pena! Qué pena no tener jamás un trabajo “para toda
la vida”. La gente mordiéndose las uñas buscando como fin último
echar raíces y yo aquí sigo, sintiéndome a veces tan extraña,
clavándoseme a veces la no pertenencia, preguntándome siempre a
quién se le ocurriría primero eso de querer compararnos con
árboles. “Pies, para qué os quiero, si tengo alas para volar”.
Menos mal que heredé de mi abuela la buena costumbre de leer, que
cada semana hacíamos juntas pedidos al Círculo de Lectores y
deseaba siempre con
ansia la
siguiente aventura. Más tarde, ya metida en el periodismo – que
nunca llegué a ejercer por demasiado tiempo- , soñaba con ser
corresponsal (de guerra o de cualquier cosa) para ser la narradora de
nuevas historias. “Esperando a Robert Capa”, me dejó unas
expectativas demasiado altas de lo que debe ser el amor y las
relaciones en general. Hasta subrayé en el libro varias frases, que
llevo siempre presentes: "Empezaba
a necesitar cierta distancia, que él le dejara espacio que a su
juicio le correspondía. La independencia profesional era la puerta
de su amor propio. ¿Cómo amar y pelear al mismo tiempo contra lo
que se ama?."
Y esa es una batalla, que aun a día de hoy no he podido resolver y
que se ha llevado consigo alguna que otra víctima. Ahora,
al escribirlo y rememorarlo, me doy aún más cuenta de lo mucho que
me ha marcado esa frase en particular.
Escribiendo
me voy por las ramas de este árbol sin raíces, y relleno de
pensamiento libre este escupidero de pensamientos que es mi blog. Me
siento un poco mejor y pienso en que dentro de poco tendré un
espacio propio en el que escribir y leer. No me consuela el “por
fin tener” una casa, ni los comentarios de “ya verás como un día
aparecerá alguien...” de esa gente que ve el mundo con los ojos
amoldados. Yo quiero “En el Camino”, aunque Jack Kerouac (OJO
spoiler) me mate congelada en una furgoneta. Si tiene que aparecer
alguien, quiero un Robert Capa que vaya y venga porque nos apetece y
no por necesidad. Lo que más me consuela es que la maleta siempre
estará ahí, que puedo comprar otra si se me estropea y que, si
decido marcharme antes de lo estipulado en el contrato, lo “único”
que perderé, será dinero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario