jueves, 2 de agosto de 2018

Un gran paso para mi humanidad.

Esta semana he dado un paso de gigante. Cuando actúo así, por impulso y casi sin pensar, me recuerdo a mi misma en la playa de La Graña, cerrando los ojos mientras cojo carrerilla para tirarme desde el pantalán. Qué miedo, qué vergüenza, ¿qué pasa si…?, ¡que alguien me empuje, o me quedo en el borde!. Lo hago, porque mi amor propio jamás me permitiría empezar un salto y que nunca llegase a aterrizar, aún a riesgo de darme contra una roca.
Lo que para algunos es rutinario, normal, dentro de lo común, para mi ha supuesto un revolver de todo lo que he venido haciendo hasta el momento. Una gran hazaña, a marcar en el calendario, ha sido alquilar un piso en una ciudad en la que llevo trabajando casi un año. No fue hasta ahora que me di cuenta de lo que estaba haciendo en realidad. Un contrato inestable, unas ganas de lo conocido, estar con gente de toda la vida, parar el ritmo frenético de estos casi cinco años de varias vidas intensas dentro de un cuerpo que ya poco aguante tenía y que, con una mochila cada vez más grande, seguía subiendo la cuesta cada vez con más fatiga. Eran estas excusas detrás del mismo miedo a dejar el tren y quedarme parada en una misma estación.
Pero entré y me pareció agradable, familiar. Pasa con las casas lo mismo que con algunas personas, que sientes que siempre han estado ahí, aunque no las conozcas de prácticamente nada. Estaba vacía, pero me pareció que le sentarían bien todos los trocitos del mundo que me pude traer en las maletas, el espejo azul y plata y las mantas y cojines de Rabat, la alfombra del desierto, las cajitas bonitas de India, postales de Nueva York, un poster de “Le Chat Noir” de Francia, muñequitas cubanas y quizás cuelgue en la pared algún taco de recuerdos. Al fin y al cabo, una de las cosas que me hacían daño de la vida itinerante era que nunca podía comprar nada, simplemente porque no sabía donde lo iba a poner.
Hace poco me dijeron, consolándome, que no hay una sola forma de vivir universalmente válida. El mundo que nos rodea nos dice que pidamos hipotecas, que busquemos pareja y tengamos descendencia. Porque si no… ¡qué pena! Qué pena no tener jamás un trabajo “para toda la vida”. La gente mordiéndose las uñas buscando como fin último echar raíces y yo aquí sigo, sintiéndome a veces tan extraña, clavándoseme a veces la no pertenencia, preguntándome siempre a quién se le ocurriría primero eso de querer compararnos con árboles. “Pies, para qué os quiero, si tengo alas para volar”. Menos mal que heredé de mi abuela la buena costumbre de leer, que cada semana hacíamos juntas pedidos al Círculo de Lectores y deseaba siempre con ansia la siguiente aventura. Más tarde, ya metida en el periodismo – que nunca llegué a ejercer por demasiado tiempo- , soñaba con ser corresponsal (de guerra o de cualquier cosa) para ser la narradora de nuevas historias. “Esperando a Robert Capa”, me dejó unas expectativas demasiado altas de lo que debe ser el amor y las relaciones en general. Hasta subrayé en el libro varias frases, que llevo siempre presentes: "Empezaba a necesitar cierta distancia, que él le dejara espacio que a su juicio le correspondía. La independencia profesional era la puerta de su amor propio. ¿Cómo amar y pelear al mismo tiempo contra lo que se ama?." Y esa es una batalla, que aun a día de hoy no he podido resolver y que se ha llevado consigo alguna que otra víctima. Ahora, al escribirlo y rememorarlo, me doy aún más cuenta de lo mucho que me ha marcado esa frase en particular.
Escribiendo me voy por las ramas de este árbol sin raíces, y relleno de pensamiento libre este escupidero de pensamientos que es mi blog. Me siento un poco mejor y pienso en que dentro de poco tendré un espacio propio en el que escribir y leer. No me consuela el “por fin tener” una casa, ni los comentarios de “ya verás como un día aparecerá alguien...” de esa gente que ve el mundo con los ojos amoldados. Yo quiero “En el Camino”, aunque Jack Kerouac (OJO spoiler) me mate congelada en una furgoneta. Si tiene que aparecer alguien, quiero un Robert Capa que vaya y venga porque nos apetece y no por necesidad. Lo que más me consuela es que la maleta siempre estará ahí, que puedo comprar otra si se me estropea y que, si decido marcharme antes de lo estipulado en el contrato, lo “único” que perderé, será dinero.

No hay comentarios: