miércoles, 12 de octubre de 2016

Un helado gratis.

Llegue aquí con cara de rechazo, estaba enfadada con la ciudad, con el país entero! Por haberme arrancado del castillo en el que vivía, feliz, como todo el mundo ya sabe. Debía ser realmente palpable porque nunca en la vida me había pasado que me encontrase con gente aleatoria por la calle y me dijeran lo contenta que parecía a simple lectura de algún que otro “post” en Facebook o mi sonrisa permanente en las fotografías. Yo, sonriendo en fotografías, con lo que odio mi colmillo torcido con el que ya nací.
Pero Nueva York ha tenido compasión de mi, desde que puse un pie en su tierra, cansada con 60 kilos de maletas -el año se presenta largo y con estaciones muy marcadas, así que una siempre llena el bagage de “por si acasos”-. Cogí un taxi al llegar, porque traía contracturas en la espalda, por todo el peso que cargué, el de las maletas y el que sobrepasa lo físico. Pero el taxista era latino y tenía ese carácter cálido y agradable que tienen las personas que han nacido bajo el sol. La República del Salvador debe ser un lugar fácil para echar raíces. Se sorprendió porque me senté de copilota, no me gusta establecer esa distancia que se supone que se debe mantener en una relación negocio-cliente, cuando de personas se trata y venía acostumbrada a tener largas e interesantes conversaciones en transporte público, así que me até a mi actitud del sur. Me dijo que la ciudad (así llaman a Manhattan, “La ciudad”, como si fuera la única en el mundo, con nombre propio y mayúsculas) me enamoraría y la odiaría a la vez, me daría tanto y me quitaría tanto que al final me costaría marcharme también. Ciudades de tacones altos y mocos negros, tan tóxicas como cualquier relación de las de una de cal y otra de arena.
Llegué a mi hostal -para que se me entienda, porque Airb&b aún no está demasiado extendido- y la cama era cómoda y la luz tenue, así que caí rendida por el cansancio y el cambio de hora.
Al día siguiente cogí fuerzas y me levanté para descubrir Astoria. Elegí hospedarme ahí para buscar piso por la zona, porque investigando en internet parecía lo más asequible-cercano al trabajo. El barrio no está amurallado ni pintado de azul, pero está poblado de gente de todas partes del mundo. No sabía si comer en un restaurante chino, griego, libanés, colombiano.. al final, por supuesto, me decanté por las especias y me senté en un mexicano, uno de verdad, picante con comida, sentí como falsamente se me hacían yagas en la boca. Pero simpaticé con los camareros y el postre fue a cuenta de la casa.
He caído en un piso muy americano, en realidad es una casita, y he descubierto a Jane. Acaba de llegar de Israel, le fascina Oriente Medio, la astrología (me adivinó que soy libra tras 10 minutos de conversación). Tiene 35 años y un gran bagage que nos mantiene hablando durante horas.
Ya he pasado aquí mi 28 cumpleaños. Salió el sol y la temperatura no bajo de 20 grados, sólo durante todo el día 10 de octubre, el 9 y el 11 fueron lluviosos y gélidos. Otra vez, por mantenerme fiel a las costumbres adquiridas, regateé un helado, enseñé mi pasaporte para constatar el día que era, el mio, así que al final me salió gratis. Un helado de yogur -porque me pienso que así no engorda- con mil toppings por valor de 7 dólares (precio por peso de 700 gramos de yogur, chocolate y galletas). Fuí al museo de Historia Natural con gente que me he ido encontrando, es agradable hablar con gente aún virgen en la ciudad, y me di un paseo desde la teoría del Big Ben hasta los tiempos contemporáneos. Pensé: no somos nada. En realidad soy solo un trozo de partícula que un día explotó en el espacio y que aún sigue rotando por el planeta tierra. Pensé que estoy hecha de trocitos de todos los restos de átomos rodantes que voy conociendo y por supuesto pensé en mi lugar en el mundo etc.. qué fácil sería creer en Dios.
A veces, cuando me pongo triste, pienso en mi padre . Pienso en cómo crees tan firmemente que estamos dentro de una cadena de almas que se complementan para crecer por dentro. En cómo me viste con la mía rota cuando volví de Marruecos y me recordaste que estamos en constante evolución, que la vida te lo enseña y te lo pone en bandeja y te fuerza de alguna manera a seguir el camino. Cómo debo encontrar el equilibrio para no provocar accidentes de trenes y desastres naturales cada vez que viajo y cómo es imprescindible desprenderse del apego para continuar. Pero el recuerdo me sigue acechando cada noche y me sigo levantando algo desorientada, como que no sé en qué cama estoy o si hay alguien a mi lado.
Quizás Nueva York me tenga respeto. Quizás si es verdad que tengo que controlar mis energías y se está portando bien conmigo. Regalándome helados, haciendo que su gente me sonría por la calle, que suene música en el metro a las 8 de la mañana porque alguien se ha levantado inspirado tocando la guitarra y me haya depositado en una casa a 7 minutos del trabajo con Jane.

Por todos los regalos de bienvenida, voy a darle una oportunidad.

viernes, 9 de septiembre de 2016

Mil soles espléndidos.

Hoy os contaré una historia. Una historia que ocurre aún en un país de sabores y olores intensos, donde el sol se pone en una explosión de colores que lo inundan entero. Esta historia es mía y una parte de ella está a punto de terminar o, quien sabe, de ponerse en pausa.
Vivo en una fortaleza que se adentra en el mar, aquí la llaman kasba y fue la primera ciudadela que se construyó en la ciudad de Rabat. Sus calles y casas están pintadas de blanco y azul y sus suelos empedrados llevan a un jardín andalusí con vistas al mar en el que ofrecen té marroquí, diferente al resto porque se sirve con menta y prácticamente hirviendo. Ahí desayuno a veces cuando me levanto, como siempre, sin preguntarme qué día hace porque sé que siempre sale el sol. Aquí en Rabat, para mi el cielo está siempre despejado aunque llueva. La gente de las pequeñas tiendas de al lado conversan entre ellos como si yo no estuviera presente: “Es Sara, española, vive en la casa bajo el arco. Ya no es extranjera, que bonita se despierta la Oudaya con sólo verla sonreir”.
Juntando todo el tiempo en una sola unidad, puedo decir que ya he pasado aquí casi dos años sin mirar el calendario, porque en Marruecos la calma de la gente hace que el paso del tiempo se detenga. Yo tengo 27 y este lugar mantiene mi espíritu en un estado de calma que sólo puede darte la infancia. Las calles de la medina se presentan ruidosas, el bullicio se siente, palpita en el mercado donde he aprendido a regatear al ritmo de las llamadas al rezo.
He pasado un mes de ayuno en el que he descubierto la importancia del autocontrol, de cómo el estar en consonancia con el resto del país, que bajo el sol y a la una de la tarde aún no ha probado un sorbo de agua, nos acerca y nos hace fuertes en el objetivo de cumplir 30 días inmaculados y alejados de cualquier sentimiento que pudiera causar placer.
En mi historia hay también una rana que poco a poco fue convirtiéndose en príncipe, con mucho amor y paciencia. Y que luego volvió a ser rana y príncipe otra vez, tal vez simplemente hay cosas destinadas a no ser. Aunque su respiración suene a mi canción favorita y sus ojos tengan el poder de atravesar el alma rompiendo religión y cultura. Los sábados han sido clave, me dijo en un abrazo de los que necesitan de mucho más del cuerpo entero. En sábado nací, en sábado te convertiste en mitad de mi y en sábado te marchas. Cada sábado pasaré por la Kasba y notaré el vacío que dejas.
Al fin, he comprado el vuelo de vuelta a España, caro por retrasarlo cada día con una excusa nueva. Pero pensándolo bien, qué bonito es tener ahora dos lugares a los que regresar, dos lugares a los que llamar hogar. Una segunda familia ha llorado al despedirse de mi, haciéndome prometer que algún día conocerán a mis hijos, sin saber que este país ha creado ya vida en mí, una vida que me llevo al otro lado del mundo, que me hará recordar mientras camine por anchas avenidas de una jungla de cemento desbordada de gente corriendo y gastando dinero, que un día fui feliz sin nada en los bolsillos y lleno el corazón.
La vida no te quita cosas, simplemente te libera. Te hace liviana para poder alzar el vuelo y que puedas seguir viendo, descubriendo, sobrevolando. Esta vez, veré la vida sin peso a través de rascacielos.
Cada viaje en autobús me ha enseñado el poco valor de la propiedad privada. Gente sentada a mi lado partiendo su bocadillo en dos y ofreciéndome la mitad, personas que nunca me habían visto ni, probablemente, me volverán a ver. Era Ramadán, el bus corría porque se aproximaba la llamada al rezo que anunciaría la ruptura del ayuno, pasamos Rabat para llegar directos a Casablanca. Me quejé, sólo yo debía quedarme por el camino pero el hambre y la sed hacen oídos sordos y al llegar al que no era mi destino un grupo de gente me cogió las maletas para sentarme con ellos en un restaurante de la estación e invitarme al desayuno que debía comenzar al atardecer. Esa empatía, esa generosidad, ese trato humano más allá de tu nombre y pasaporte. Eso, ha hecho crecer en mí el amor por este país.


Aquí he visto mil soles espléndidos. Mañana será un ocaso. Pasado, un nuevo amanecer. Y algún día no muy lejano, el sol hará volar de nuevo mis ojos entre el bullicio, las palmeras y el olor a especias.

lunes, 22 de febrero de 2016

Los labios, rojos.


Que quieres en la vida? Me dijo. Y no le supe contestar de manera precisa. Quiero un trabajo estable, que me permita conciliar mi vida laboral y mi futura vida familiar, quiero a alguien que esté a mi lado, tal como soy. Que entienda que puedo vestirme como quiera, desde el respeto, sólo porque ese es mi estilo y porque me gusta el color rojo en mis labios, me gusta mirarme al espejo y pensar que esa persona me dirá lo bonita que le parezco con esa falda de cuadros que deja asomar un poco mis rodillas.
Cuanto tiempo crees que vas a vivir en Marruecos? Toda la vida? No. Algún día te irás. Y mi respuesta salió de su propia boca en forma de recuerdo, como un bucle que se me repite en la vida al igual que las estaciones del año: primavera – verano – otoño – invierno. Te irás – te quedas – elmiedoaquetemarches – seguroqueloharás – te irás – te quedas... Y sin saberlo me veo de repente en el ojo de un huracán que no sé en cual de las estaciones me dejará.
Y continuó: Yo sí sé qué quiero en la vida. Esas chicas que ves, las que no dejan ver un pelo de su cabello, de las que no adivinas la forma de su cuerpo porque sólo los ojos de su marido tienen acceso a el. Una de ellas se convertirá algún día en mi esposa. Es difícil de entender, lo sé, que te dije desde un principio que nuestras culturas son diferentes, pero nunca te he mentido. Mi futura mujer hablará conmigo, veré su sonrisa bajo su velo pero nunca sus labios rozarán los míos, hasta el día en que sus padres me den la bendición y jure ante Dios que seremos sólo el uno para el otro. Esa mujer me dará hijos, le compraré una casa y pagaré las facturas, y cuidaré de ella y ella de nosotros, porque así es como para mi debe ser.
Soy malo, Sara. Soy un mal musulmán. Salgo por las noches y me gustan las chicas. No rezo, porque cuando rezas, mirando hacia donde nace el sol – porque así es como sabemos dónde está la Meca- le estás hablando directamente a Dios. Y yo siento vergüenza. No puedo echar azucar a mis palabras y prometerle que lo haré bien, que se acabó, que le rezaré cada vez que la mezquita me indique las posiciones del sol. No puedo haber bebido alcohol y haber terminado la noche con alguien y después llamarle para que me expíe la culpa. Soy humano, no puedo a veces controlar mis instintos, pero al menos tengo la decencia de no mirarle a los ojos después de haberle sido infiel.
Y así como soy con Allah, intento ser también con las personas.
Vino atendiendo a mi llamada de auxilio, no es fácil tener la cabeza y el corazón en reposo cuando todo escapa a tu entendimiento, cuando por más que doy vueltas alrededor de un problema no lo puedo resolver. La X nunca se despeja, pero en este caso tenía sentido, porque las matemáticas se resuelven con lógica, pero no la religión ni el amor.
La X es en este caso un camino hacia el paraíso, un Edén del que no tengo las llaves porque he nacido en una antesala diferente. Pero hoy me han dejado mirar por la ventana y lo he visto claro. Gente luchando contra si'misma para entrar en el, gente castigándose en vida por los pecados que han cometido, que les alejan cada vez un poco más de esa puerta y si hay algo que los musulmanes quieren en la vida es cruzarla, de la mano de una esposa y unos hijos que, cuando hablan con Allah, lo hacen de manera pura y limpia, desde el corazón.
Hoy he visto más allá desde la ventana del paraíso. He visto más allá de las diferencias culturales, de lo que pueda o no significar opresión, religión, Dios, Marruecos, el Ramadán, las Navidades, comer con las manos o el tenedor. He visto más allá de faldas cortas o largas, de lo ofensiva que pueda ser una minifalda en la iglesia o un Burka en pleno verano al lado del mar.
Hoy he visto una razón en las diferencias, una verdadera puerta al entendimiento, a través de los ojos de alguien que solo intenta ser mejor. He visto que quizás todo valga en la guerra pero no en el amor, que existe un yo interior, forjado a través del tiempo, condicionado por el lugar donde has nacido, que es impenetrable, incambiable, pura esencia.
Hoy me he bajado de un coche llena de paz, la paz que sólo te puede dar una explicación a corazón abierto. Y así, una parte muy importante de este país me dio una vez más otra lección magistral sobre lo complejo de los seres – y las relaciones – humanos.
Metí la mano en mi bolso, teñí de nuevo mis labios de mi color favorito y seguí pensando en mi propio paraíso, en vida.

domingo, 31 de enero de 2016

Qais, Leyla y Las Mil y Una Noches.

El Sultán Schariar había sido traicionado varias veces por su esposa. Tanta era la pena y la rabia que sentía que decretó que cada noche, al atardecer, se casaría con una mujer a la que mataría al día siguiente. Muchas mujeres justas pagaron por las pecadoras, cortadas por el filo del corazón herido del sultán. Almendrados los ojos, como casi todos los hombres árabes. Les nacen así porque vienen preparados para entornarse frente al sol. Una barba de no más de tres días tapaba una sonrisa seductora, casi mentirosa, que al abrirse entre unos labios que, de oscuros, eran casi azulados, llamaba al hipnotismo. Muchas, más de cien mujeres, cayeron en el precipicio mortal por el que Schariar las arrojaba apenas terminaba la noche de bodas. Dos o tres puñaladas terminaban para el con la carga que suponía una traición.
Pero llegó Sherezade. La princesa se sentó aquella noche junto a él y vio algo más detrás de aquel corazón lapidado. Empezó a contarle historias que el sultán no quiso dejar de escuchar. Historias que empezaron a paliar su sed de venganza. Sus palabras comenzaron a llenar los vacíos que la ex mujer de Schariar había dejado lanzándole piedras al corazón.
Aún así, a pesar de las historias interminables de cada noche en su alcoba, el sultán seguía muerto de sed. Pensaba en el modo de acabar con la vida de Sherezade y pensaba también en los siguientes cientos de mujeres que estaban por morir. Se preguntaba cuánto poder podía tener el amor, como para dejar que una sola mujer le destruyera. Y ahí estaba la princesa, frente a el, dejando que poco a poco sus brazos la acogieran haciéndole sentir a él protegido de nuevo. Así, el corazón de Schariar se recompuso al calor de unas manos frías, que normalmente delatan a un corazón caliente.
Las mil y una noches no es la única historia de amor y muertes en el mundo árabe. Las hay también equivalentes a las occidentales, como Qais y Leyla, los orientales Romeo y Julieta, misma historia con igual destino, pero seguro que mucha, mucha más intensidad. Lo que la historia no cuenta y de ello estoy segura, no porque lo haya leído en alguna versión extraordinaria, sino porque vivo en un país árabe, donde la mayoría de los sultanes no abrazarían a Sherezade, porque en sus brazos no habría espacio para sólo una mujer y los Qais no morirían por amor. Seguramente el Romeo de oriente lloraría un par de noches la muerte de Julieta para abrir después su alcoba con acceso gratuíto para todas las bailarinas del vientre que se pasaran por la Kasba. En la historia extraordinaria jamás contada -ya que no sería lucrativa- el sultán mataría también a Sherezade, porque a este lado del mundo si hay algo de lo que los hombres carecen es de paciencia.