No me
gustan nada los buses, especialmente los locales. Es por eso que
siempre voy andando al trabajo aunque llegue con las botas
encharcadas y me saquen algún que otro estornudo porque tardan en
secar. No es un acto de rebeldía, es que me parece que no hay nada
más triste que las caras de la gente sobrevenida por los grandes
chaparrones de Galicia. Dicen que somos gente melancólica y lo
atribuyen al tiempo, pero a mi el gris me parece un color secundario
en este cielo de tonos rojizos. No sabía yo que La Coruña fuera tan
cosmopolita, me llaman la atención los turistas en chubasquero que
no se quejan del salpicar de las ruedas de coches en el asfalto
mojado, más bien les provoca risa. Pienso que es muy agridulce la
sensación de que el extranjero en mi país agradezca la lluvia que
lo encharca mientras a mi me ponen triste las miradas de los
pasajeros del transporte local, como flores pisoteadas. Fuera, me
alegran los niños que saltan en los charcos con sus botas de agua,
pero siempre hay algún adulto que les arranca la ilusión de un solo
gesto. Me doy cuenta de que yo he crecido también porque me matan
las ganas de ponerme a salpicar pero soy yo misma quien me
interrumpe.
Así una
breve descripción del contexto que además deja entrever mi estado
de ánimo. Procuro ser siempre positiva y hasta ahora me las he
arreglado bastante bien. Tengo el convencimiento de que querer es
poder cuando se trata de uno mismo, que uno comienza a ser feliz
cuando decide que ya no quiere estar más triste.
Un par
de veces tuvieron que echarme una mano dos desconocidos a quienes
siempre acabé hablándoles de ti, de la rabia que tanto me ataba y
que aun dolía y de por qué todo lo que me atrae tiene que ver con
la dominación, una más psicológica, más desafiante, sin cincuenta
sombras ni habitaciones rojas, una algo oscura, dentro de mi,
intangible e invisible. Supe que algo está cambiando porque ahora
tiene los ojos muchos más claros e iba a decir que la mente mucho
más abierta, pero diré que lo está de par en par. Y me siento
ahora como una adicta al alcohol sedienta, de repente, de agua con
gas. No puedo decir que se hayan disipado mis rincones oscuros o que
no tenga recaídas pero es posible que esté en la fase de aceptación
de un duelo cuya ira se alargó más de lo previsto. Hoy, por
ejemplo, es dos de diciembre y hace más o menos un año de aquel
plan – otro viaje que cayó en saco roto- y vuelvo a confiar en mí,
en mis decisiones y en que todo está escrito, en que todo está
maktoub.
Procuro
seguir viajando y es por eso que tengo la cuenta de ahorros bastante
irritada, pero hago caso de mi abuelo que continua diciéndome que “la
vida nunca sobra” y me lo gasto todo en aviones, aunque el dinero tampoco sobre. No es que no importe el destino
pero en los aeropuertos encuentro siempre mi droga favorita, que
además es la única a parte del café. Siempre me preguntan si voy
sola o llevo acompañante y la respuesta sigue siendo la misma. No es
que haga un año este diciembre que no haya vuelto a hablar con
nadie, si no que todas las palabras que he intercambiado se han
quedado en el aire, o vuelto hacia mi como un boomerang porque dan
contra una pared. Y prefiero volver y escribir en mi blog que seguir
queriendo meterme en relaciones de muertos cenantes, de los que comen
sin saborear y
hablan de nada con la cabeza en el teléfono. Quizás soy yo, o que
está el listón demasiado alto en mi terreno, pero al menos el
interés ha cambiado de forma. Por las mañanas últimamente no sé
muy bien a qué jugar que no sea la espera, aunque las cosas más
bonitas son las más difíciles de conseguir “Χαλεπὰ
τὰ καλά
“.
