domingo, 2 de diciembre de 2018

Χαλεπὰ τὰ καλά


No me gustan nada los buses, especialmente los locales. Es por eso que siempre voy andando al trabajo aunque llegue con las botas encharcadas y me saquen algún que otro estornudo porque tardan en secar. No es un acto de rebeldía, es que me parece que no hay nada más triste que las caras de la gente sobrevenida por los grandes chaparrones de Galicia. Dicen que somos gente melancólica y lo atribuyen al tiempo, pero a mi el gris me parece un color secundario en este cielo de tonos rojizos. No sabía yo que La Coruña fuera tan cosmopolita, me llaman la atención los turistas en chubasquero que no se quejan del salpicar de las ruedas de coches en el asfalto mojado, más bien les provoca risa. Pienso que es muy agridulce la sensación de que el extranjero en mi país agradezca la lluvia que lo encharca mientras a mi me ponen triste las miradas de los pasajeros del transporte local, como flores pisoteadas. Fuera, me alegran los niños que saltan en los charcos con sus botas de agua, pero siempre hay algún adulto que les arranca la ilusión de un solo gesto. Me doy cuenta de que yo he crecido también porque me matan las ganas de ponerme a salpicar pero soy yo misma quien me interrumpe. 
Así una breve descripción del contexto que además deja entrever mi estado de ánimo. Procuro ser siempre positiva y hasta ahora me las he arreglado bastante bien. Tengo el convencimiento de que querer es poder cuando se trata de uno mismo, que uno comienza a ser feliz cuando decide que ya no quiere estar más triste.
Un par de veces tuvieron que echarme una mano dos desconocidos a quienes siempre acabé hablándoles de ti, de la rabia que tanto me ataba y que aun dolía y de por qué todo lo que me atrae tiene que ver con la dominación, una más psicológica, más desafiante, sin cincuenta sombras ni habitaciones rojas, una algo oscura, dentro de mi, intangible e invisible. Supe que algo está cambiando porque ahora tiene los ojos muchos más claros e iba a decir que la mente mucho más abierta, pero diré que lo está de par en par. Y me siento ahora como una adicta al alcohol sedienta, de repente, de agua con gas. No puedo decir que se hayan disipado mis rincones oscuros o que no tenga recaídas pero es posible que esté en la fase de aceptación de un duelo cuya ira se alargó más de lo previsto. Hoy, por ejemplo, es dos de diciembre y hace más o menos un año de aquel plan – otro viaje que cayó en saco roto- y vuelvo a confiar en mí, en mis decisiones y en que todo está escrito, en que todo está maktoub.
Procuro seguir viajando y es por eso que tengo la cuenta de ahorros bastante irritada, pero hago caso de mi abuelo que continua diciéndome que “la vida nunca sobra” y me lo gasto todo en aviones, aunque el dinero tampoco sobre. No es que no importe el destino pero en los aeropuertos encuentro siempre mi droga favorita, que además es la única a parte del café. Siempre me preguntan si voy sola o llevo acompañante y la respuesta sigue siendo la misma. No es que haga un año este diciembre que no haya vuelto a hablar con nadie, si no que todas las palabras que he intercambiado se han quedado en el aire, o vuelto hacia mi como un boomerang porque dan contra una pared. Y prefiero volver y escribir en mi blog que seguir queriendo meterme en relaciones de muertos cenantes, de los que comen sin saborear y hablan de nada con la cabeza en el teléfono. Quizás soy yo, o que está el listón demasiado alto en mi terreno, pero al menos el interés ha cambiado de forma. Por las mañanas últimamente no sé muy bien a qué jugar que no sea la espera, aunque las cosas más bonitas son las más difíciles de conseguir Χαλεπὰ τὰ καλά “.

lunes, 12 de noviembre de 2018

De Tailandia y otros viajes.


Me gustaría poder hacer una descripción de lo que es Tailandia a través de mis ojos. Podría describir más a fondo las calles preparadas de Bangkok para el turismo: un montón de transeúntes que viajan al país para hacer lo que el suyo jamás harían. Observo a una pareja en sus cincuenta y muchos invitando a cenar a una niña que dudo haya cumplido la mayoría de edad. Todos sonríen y siguen bebiendo. La camarera se pega a la mesa para asegurarse de que la fiesta no termina. Todos saben que, desde luego, no acabará ahí. La pareja parece tener el dinero suficiente para comprar fantasías que en su casa fingirían no imaginar. Miran mientras hablan el escote de la niña, largo hasta mas allá de su dignidad, que muestra el camino a seguir. Yo me fijo en sus ojos, creí que hablarían de miedo, o de infancias perdidas, o de una especie de asco hacia el destino – que no sé si le vino escrito o si se lo reescribieron al gusto – pero sólo veo vacío.
La ciudad parece avanzar a un ritmo más acelerado que el del propio tiempo, como ajena a las escenas turbias que protagonizan personas de avanzada edad con chicas en presente, de pasado masculino singular.
Nos movemos en tuctuc, es rápido y barato y nos permite vivir las calles con el viento en la cara. La humedad es pesada, y el aire espeso y nos viene bien la velocidad sin ventanas. El conductor se mueve entre los coches casi sin mirar, con la mano izquierda en el volante y la derecha en el teléfono móvil. En el mismo carril, hay tres coches intentando adelantarse y nuestro bólido pasa entre ellos casi rozando a ambos lados con los turismos. Casi, porque la gente local sabe fluir entre el tráfico y es por eso que no presencié ni un solo accidente.
Hemos visto varios templos, pero reconozco que no puedo hablar sobre ellos porque no presté demasiada atención a los detalles históricos. Estéticamente, todo me pareció luminoso, detallista, casi rococó, brillante, cada figura hecha con paciencia. En realidad me pareció que la arquitectura no iba muy acorde con la personalidad de los propios tailandeses, reservados y amables. Es algo triste, según se mire, que la amabilidad fuera una característica suya que nos llamase tanto a todos la atención. Quizás sus templos tan megalómanos tengan que ver con lo grande de su alma, que es a lo que dedican todo su culto.
Tailandia trató de emociones. Como siempre, cuando los sentimientos laten fuerte, todo lo demás es puro atrezzo. Me descubrí otra vez, sabiendo que si no me dejaba caer al vacío en este viaje, como hago con todos los demás, carecería de sentido. Dejé que me llevase por delante para que saliera a flote todo lo que la rutina deja hundido pero que sigue luchando por salir. En nuestra vida diaria enterramos los demonios con horarios, papeles y demás artilugios que en los viajes quedan fuera de la maleta para darles un respiro. Es necesario que salgan a ver el sol, que se liberen y nos liberen a la vez.
Fíjate, te vi de nuevo, en una escena que me resultó familiar. Sigues siendo una mancha negra que me tiñe de luto tapándome la sonrisa de vez en cuando. Supe que no te irías del todo mientras haya tanto de ti en mi. También que los países del sur, con sus calles caóticas y desordenadas, me llevan de vuelta a la medina.
Es importante viajar con billete de vuelta a uno mismo. Otra vez lo supe: que la ciudad irá en mi siempre. Yo ya lo sabía, desde hacía muchos sueños atrás.

domingo, 23 de septiembre de 2018

La ciudad irá en mí siempre.


Suelo escribir en positivo, o al menos terminar un texto en positivo, porque creo que la vida es bonita. Siempre lo fue, pero se llenó de polvo porque la dejé descuidada en mi trastero de despropósitos. A veces el síndrome de Diógenes no nos permite dejar paso a lo nuevo. Me ha costado un par de años de limpieza general y mucho barniz pero ahora veo que el resultado es mejor que la versión original porque, al restaurarme la vida, me veo también un poco más sabia.
Puedo decir, sin lugar a dudas, que he recogido cosas buenas por donde he pasado. No he viajado para huir de problemas, ni buscar soluciones ni matar demonios escondidos. Yo solo quise encontrarme en una eterna búsqueda de un lugar de calma. Ahora está muy claro. Ya había leído antes a Constantino Cavafis, uno de estos escritores con los que te cruzas por sorpresa por internet y te revelan una verdad a la que agarrarte en el momento preciso: “No hallarás otra tierra ni otra mar, la ciudad irá en ti siempre”. La descubrí justo antes de marcharme a Nueva York, en aquel agosto demoledor que me dejó en ruinas y me la guardé pensando que tendría sentido algún día. Lo leí en la parte de atrás de mi coche mientras mi padre conducía hacia el aeropuerto con mi madre a su lado. Yo, simplemente, me dejaba ir en ese estado como catatónico, el de asumir, el estado en el que dejas que la marea te arrastre. Volverás a las mismas calles, y en los mismos suburbios llegará tu vejez; en la misma casa encanecerás… Pues la ciudad es siempre la misma.”.
A mi vuelta ya lo había entendido. Me construí un castillo en la ciudad vecina, uno sin murallas, para dejar pasar a todo el que quiera sin controles a la entrada. Hoy en día ya reconozco a simple vista a quien viene armado y no necesito lanzar bombas, me basta con ignorar.
Siempre he sentido que las ciudades tienen personalidad propia. Quiero a Ferrol, porque es raíces y es mar y es infancias felices y los de toda la vida, el hermano del que puedes hablar mal pero que se atenga a las consecuencias quien lo haga no habiendo nacido allí. Cuánto quise a Rabat... con ella el reloj se paró y sólo en momentos de lucidez me di cuenta de que el tiempo seguía corriendo. Demasiada lucha, el campo de batalla entre mis deseos más fuertes y lo que se espera de mi, lo que me espero de mi, también. Nueva York fue como esa mejor amiga que encontró las palabras correctas en el momento en que más lo necesitaba y además me las regaló para siempre.
Hace unos días, me di cuenta de que Coruña es como viajar. Ciudad – refugio, gente de todas partes del mundo que tengo el gusto de conocer, con historias que tengo el honor de escuchar en primera persona. Es también como leer.
Me he rodeado de gente que abraza el mundo. Gente que, cuando entra por la puerta alguien de Guinea Conakry, ocultando una vida de escaparse y de esconderse, bajo una enorme sonrisa, sólo ve a una persona más. Se la devuelven, le miran con atención, con curiosidad. Entra alguien de Libia, ha sido parte del Ejército de Liberación Nacional. Nuestros ojos se dirigen a el con el mismo respeto. Siguiente, hombre argelino, entra saludando a mi compañera gritando alegremente su nombre y a ella se le olvida todo el trabajo que tiene por delante. Alguien de esta vida que elegí me dijo hace poco que no podía comprender la falta de humanidad.. Que tenemos costumbres distintas, que la cultura es construida y aprendida. Si alguna vez alguien se pone en contra de tu trabajo – me dijo - diles que le pregunten a la persona a la que acompañas… ¿Por qué sonríes? ¿Por qué lloras? Verás que la cultura no juega ningún papel a la hora de hacernos iguales.
Así Italia me pareció inexperta, algo caótica. Londres fue agobio y frío por dentro. Rabat era una lucha entre mis dos versiones, Manhattan una isla multicultural de transición. Paseando por la marina de Coruña, de noche, me recordé caminando en djilaba en las noches del Ramadán. Vi a lo lejos edificios altos y gente viviendo deprisa y me vino una imagen en la terraza de mi edificio mirando Nueva York quedándose dormida (porque lo hace también y tan bien…). Y volvía de mi trabajo que es viajar y leer y pensé que Coruña reunía a todas las ciudades de mis vidas pasadas. Quizás es que me haya reencontrado. Ahora, después de algunos años, tiene todo el sentido. No son las ciudades, soy yo en todas las versiones de mí misma. Soy yo una Pisa caótica, una Rabat intensa, una Manhattan que pasa los días deprisa en medio de mil maneras de entender la vida. Estoy en calma porque no es La Coruña quien reúne pequeñas partes de cada ciudad. Todas ellas soy yo, “la ciudad irá en mí siempre”.

jueves, 2 de agosto de 2018

Un gran paso para mi humanidad.

Esta semana he dado un paso de gigante. Cuando actúo así, por impulso y casi sin pensar, me recuerdo a mi misma en la playa de La Graña, cerrando los ojos mientras cojo carrerilla para tirarme desde el pantalán. Qué miedo, qué vergüenza, ¿qué pasa si…?, ¡que alguien me empuje, o me quedo en el borde!. Lo hago, porque mi amor propio jamás me permitiría empezar un salto y que nunca llegase a aterrizar, aún a riesgo de darme contra una roca.
Lo que para algunos es rutinario, normal, dentro de lo común, para mi ha supuesto un revolver de todo lo que he venido haciendo hasta el momento. Una gran hazaña, a marcar en el calendario, ha sido alquilar un piso en una ciudad en la que llevo trabajando casi un año. No fue hasta ahora que me di cuenta de lo que estaba haciendo en realidad. Un contrato inestable, unas ganas de lo conocido, estar con gente de toda la vida, parar el ritmo frenético de estos casi cinco años de varias vidas intensas dentro de un cuerpo que ya poco aguante tenía y que, con una mochila cada vez más grande, seguía subiendo la cuesta cada vez con más fatiga. Eran estas excusas detrás del mismo miedo a dejar el tren y quedarme parada en una misma estación.
Pero entré y me pareció agradable, familiar. Pasa con las casas lo mismo que con algunas personas, que sientes que siempre han estado ahí, aunque no las conozcas de prácticamente nada. Estaba vacía, pero me pareció que le sentarían bien todos los trocitos del mundo que me pude traer en las maletas, el espejo azul y plata y las mantas y cojines de Rabat, la alfombra del desierto, las cajitas bonitas de India, postales de Nueva York, un poster de “Le Chat Noir” de Francia, muñequitas cubanas y quizás cuelgue en la pared algún taco de recuerdos. Al fin y al cabo, una de las cosas que me hacían daño de la vida itinerante era que nunca podía comprar nada, simplemente porque no sabía donde lo iba a poner.
Hace poco me dijeron, consolándome, que no hay una sola forma de vivir universalmente válida. El mundo que nos rodea nos dice que pidamos hipotecas, que busquemos pareja y tengamos descendencia. Porque si no… ¡qué pena! Qué pena no tener jamás un trabajo “para toda la vida”. La gente mordiéndose las uñas buscando como fin último echar raíces y yo aquí sigo, sintiéndome a veces tan extraña, clavándoseme a veces la no pertenencia, preguntándome siempre a quién se le ocurriría primero eso de querer compararnos con árboles. “Pies, para qué os quiero, si tengo alas para volar”. Menos mal que heredé de mi abuela la buena costumbre de leer, que cada semana hacíamos juntas pedidos al Círculo de Lectores y deseaba siempre con ansia la siguiente aventura. Más tarde, ya metida en el periodismo – que nunca llegué a ejercer por demasiado tiempo- , soñaba con ser corresponsal (de guerra o de cualquier cosa) para ser la narradora de nuevas historias. “Esperando a Robert Capa”, me dejó unas expectativas demasiado altas de lo que debe ser el amor y las relaciones en general. Hasta subrayé en el libro varias frases, que llevo siempre presentes: "Empezaba a necesitar cierta distancia, que él le dejara espacio que a su juicio le correspondía. La independencia profesional era la puerta de su amor propio. ¿Cómo amar y pelear al mismo tiempo contra lo que se ama?." Y esa es una batalla, que aun a día de hoy no he podido resolver y que se ha llevado consigo alguna que otra víctima. Ahora, al escribirlo y rememorarlo, me doy aún más cuenta de lo mucho que me ha marcado esa frase en particular.
Escribiendo me voy por las ramas de este árbol sin raíces, y relleno de pensamiento libre este escupidero de pensamientos que es mi blog. Me siento un poco mejor y pienso en que dentro de poco tendré un espacio propio en el que escribir y leer. No me consuela el “por fin tener” una casa, ni los comentarios de “ya verás como un día aparecerá alguien...” de esa gente que ve el mundo con los ojos amoldados. Yo quiero “En el Camino”, aunque Jack Kerouac (OJO spoiler) me mate congelada en una furgoneta. Si tiene que aparecer alguien, quiero un Robert Capa que vaya y venga porque nos apetece y no por necesidad. Lo que más me consuela es que la maleta siempre estará ahí, que puedo comprar otra si se me estropea y que, si decido marcharme antes de lo estipulado en el contrato, lo “único” que perderé, será dinero.

jueves, 14 de junio de 2018

Parece que va a llover.


En alguna parte leí una vez que la angustia por el paso del tiempo nos hace hablar del tiempo que hace. Esto es, las conversaciones en el ascensor con ese vecino con el que apenas tienes trato, girando en torno a – aquí en el norte – lo cansados que estamos de la lluvia. Al fin, nos paramos en el piso del uno o del otro y viene de repente ese alivio que se siente cuando ya no hay que llenar los huecos vacíos que inundan un silencio incómodo. Agonizantes segundos de miedo a las relaciones interpersonales. Un día estás con alguien en silencio, incluso durante más de 10 minutos y piensas que quizás sea una persona especial, porque te hace sentir cómodo, no tienes por qué decir nada.
En la historia de mi vida a tiempo real, tengo exactamente 29 años, 8 meses y 4 días, pero mientras escribo esto quedan 10 minutos para media noche y en cada palabra un poco menos, entonces será un día más añadido a mi tiempo físico.
Se me viene a la mente aquella historia del buscador, un hombre que viajó a una ciudad llamada Kammir, buscando nada en particular (los buscadores son – somos – gente que entiende la vida buscando, deambulando, pero que no necesariamente estamos perdidos). Allí se encontró con un cementerio precioso y se acercó a leer algunas de las inscripciones de las tumbas. De repente, se quedó conmocionado porque cada una de las lápidas estaba inscrita la fecha de nacimiento y muerte de quien allí yacía y ninguno llegaba a sumar once años. Pensó que eran tumbas de niños, niños demasiado pequeños para haber siquiera llegado a saborear la vida.
Apareció el enterrador para enseñarle otra realidad. Los años son la suma de cada momento intenso de felicidad que cada una de las personas allí enterradas había vivido. Fallecidos de 89 años físicos pero 11 años emocionales.
Miro hacia atrás, observo mi vida de manera global. Pienso en las cosas que me han hecho explotar de adrenalina… Los aviones que he cogido, de los que ya he perdido la cuenta, la vez que acabé en Rusia queriendo llegar a Nueva York o cuando crucé de Bratislava a Praga en tren sin entender una palabra porque no tenía el bolsillo para vuelos directos… Mis tormentas de arena llenas de dudas resueltas en mares de abrazos, mis idas y venidas entre el sí y el no, me quedo y me voy… Un par de cumpleaños sorpresa y sonreír sintiéndome querida. Una postal desde el otro lado del charco y otras desde el norte y el este del mundo. Regalos inesperados. Las veces que sonreí al ver a viejos amigos. Un trabajo para el que madrugo con ganas. Mi familia, empuje, apoyo, colchón, amor desbordante incondicional.
Mis momentos de lucidez rescatados por todos los de locura. Que las aventuras hayan valido la pena pero el sufrimiento también. Que las alegrías más pequeñas superen las heridas mas profundas. Este, ese y aquel también. Y saberme dueña de todos mis momentos de total raciocinio y de incontrolada pasión (por la vida, en todas sus acepciones).

Para no perder un segundo de la mañana en escoger la ropa que me pondré, la dejo en la silla preparada la noche anterior. Aprovecho ese segundo que ahorré para echar una pizca de sal en mi tostada de aguacate con aceite de oliva y sumo otros dos minutos que se podrían grabar en mi tumba si muriera en el pueblo de Kammir. No todos los placeres me hacen retumbar el corazón, algunos me vienen en pequeños estímulos que hacen que comience bien el día. Cojo el ascensor, aunque vivo en un segundo piso y voy al gimnasio casi todos los días. La vecina, meteoróloga de vocación, me cuenta que “parece que va a llover”. A mi me gustan los días de lluvia, la melancolía me da para escribir y, si además le pongo al mal tiempo buena cara, tendré otro día más de vida.

sábado, 2 de junio de 2018

Cuba

El viaje se venía gestando desde hacía unos meses pero, como pasa con todas las cosas que se esperan con ansia, nadie se acababa de creer que fuera realmente a ocurrir. Pero febrero nos montó a los 20 en un avión rumbo la isla. Casi diez horas de vuelo y unas tres películas para matar el tiempo después, llegamos a La Habana.
El ambiente del aeropuerto era caótico, una larga espera para recoger el equipaje y nadie poniendo orden. Propio de los países del sur, en el que la potencia del sol hace creer a las personas que la prisa mata. Sin embargo, el bus que nos debía llevar al centro había sido puntual y rápidamente nos pusimos camino del hotel. La gente mirando por las ventanas, sacando las primeras fotos a los descapotables de todo tipo de colores chillones, reliquias americanas de los años 50 que en Cuba llaman “almendrones”.
Primera subida de adrenalina: el hotel estaba justo al pie del Malecón: olor a sal, música, gente bailando en la calle, chanclas y vestidos ajustados. Aquello era real, pero parecía una vuelta al pasado.
Ya era de noche y el cansancio del viaje nos tumbó enseguida, aunque el jet lag nos despertó cuando el resto de la ciudad dormía aún. Separamos las cortinas, abrimos las ventanas: edificios de colores, pintorescos, llamativos. La primera vez que salimos a la calle nos invade una sensación que ronda entre el entusiasmo propio y el que nos contagia la gente- y la pena de lo que todo aquello fue en su época y que ahora cae a pedazos.
La Habana está formada de muchas partes del mundo, aunque ser español parece una ventaja: “¡Ah, españoles! ¡Bienvenidos, ustedes que vienen de la madre patria!”. Todavía se nos hace raro que nos traten de ustedes cuando nos sentimos ya tan cercanos. El barrio de Miramar, que tiene su 5º Avenida, plasma los contrastes sociales y económicos y alberga la mayoría de las embajadas. Pero la presencia de Galicia, está aun en pleno casco histórico. En el Rosalía de Castro se puede disfrutar de conciertos casi cada noche cenando un arroz moro con camarones. Pero la estrella es, sin duda, el Centro Gallego, majestuoso, hecho en mármol, levantado por miles de emigrantes gallegos a los que hoy se les quiebra la voz recordando su historia, su unión de sangre con el país. Sede del Ballet Nacional de Cuba, en él habita además el Gran Teatro de la Habana y una escultura casi viva de Alicia Alonso lo llena de emoción y buen gusto.
Pero lo que enamora de Cuba no son sólo sus colores o el ambiente tropical, que a pesar del calor aplastante pone a cualquiera de buen humor, si no sus habitantes. Gente que no tiene posesiones, pero que sonríe a la vida -de hecho, quizás precisamente por eso-. Una siesta en el campo, estar sentados a la sombra de un árbol, un trago de cerveza “Cristal” bien fresco y un poco de salsa. Una se sentía casi estúpida por esas frustraciones que provocan el que no te de el sueldo para el último modelo de teléfono Apple y quedarse así fuera de onda. Problemas del primer mundo. De allí, nos llevamos una lección que seguro olvidaremos cada día pero que tendremos presente. Nos la enseñó una madre que iba a por tickets para el último cartón de leche que le correspondía ese mes: “Escuchen, la peor maldición del hombre, aquí y en cualquier parte del mundo, es el dinero.”

domingo, 15 de abril de 2018

La vista atrás.

No tenía demasiado claro adónde iba, aunque tampoco lo tengo ahora. Cumplía 24 años y era la segunda vez que decidía marcharme a otro lugar, que resultaba ser de nuevo Inglaterra. El viaje había surgido de un día cualquiera en una conversación a las 4 de la mañana en un desván. Fue de estas cosas que dices y que parece que lanzas al aire al tuntún pero por dentro sabes que podrían hacerse realidad. Y de repente, ahí estás, en la página de Vueling. En un 23 de septiembre de hace unos 6 años empezó la aventura de todo lo que está escrito. Las cosas fueron cambiando pero es bonito girarse hacia el pasado a veces para recordar lo que se tuvo y pedirle al futuro más y nunca menos. Ya que estamos, haré un guiño dando gracias porque por aquel entonces todos los días cualquiera eran en realidad extraordinarios. Tener en cuenta mi pasado ha condicionado mi presente. Pienso muchas veces en todas las vidas que  no escogí. Podía haberme quedado en un eterno Hollydale Road, la vida era bonita aunque me levantase a las 4 de la mañana para hacer camas en el Hilton o fregar los platos de pijos ricachones. Al final, fueron lecciones de humildad que me han llevado a ser quién soy. Podría haber seguido en Tánger y levantarme a desayunar en aquella enorme terraza de una casa en la que vivía sola porque me lo podía permitir. Y ver Tarifa desde allí y ser consciente de lo injusto que es no poder elegir donde naces, pero tampoco dónde quieres vivir. Hoy trabajo para que esas fronteras se acorten un poco más, aunque sé que solo ponemos tapones.
La chica que caminaba hacia el Bill's en su 24 cumpleaños no sabía que del norte viajaría al sur y se enamoraría de un país que no era el suyo y de alguien que no era para ella. Pero en los tiempos de la foto ya tenía un país propio que le abría la puerta al llegar del trabajo. Seguro que precisamente esos detalles guardados en su corazón le impidieron años más tarde quedarse atrapada en Rabat, casarse, vivir en un amor con barrotes invisibles, pero palpitantes. Menos mal que la chica que vivía al otro lado del estrecho se acordó de que no era ese amor, el que le habían enseñado. Y entonces, aquello que casi se hizo realidad, se convirtió en otra vida que no eligió, escapando rumbo Nueva York con mil nostalgias y dudas en la maleta y pensando que todo aquello estaba escrito. Tiempo después, se grabó el destino en la piel para nunca perder la confianza a manos de uno de los pilares que sostuvieron sus decisiones importantes, desde el recuerdo-otro guiño de gracias-.
Hoy, mirando esta foto, recuerdo que el futuro es siempre demasiado incierto para planes, pero que la memoria del corazón hace grandes las experiencias del recuerdo para que podamos sobrellevar la incertidumbre y confiar en que lo haremos bien. No podía saber de aquella todo lo que vino después, ni lo feliz que he sido ni lo que he sufrido tampoco, pero hoy me siento en paz. Tan en paz que ya no tengo ganas de hacer maletas, ni se me hace un nudo al mirar atrás. Hasta le he perdonado. Me he perdonado.

viernes, 26 de enero de 2018

Kintsugi

Fue él quien me lo dijo, que no contase nada a nadie, que guardase para mí todos mis secretos, que cuidado con los ojos de la envidia. Que todos poco y nada nadie, que al final estás sólo. La culpa, por supuesto, fue mía, porque estaba empeñada en que me quisiera y al final lo conseguí. Con el tiempo llegué a entender -y hasta hace unos días lo había olvidado- que existen personas que sólo viven el amor por la boca. Y al final, ese “nadie”, era él.

Es un don y una desgracia, actuar como si todos pudieran sentir y percibir al mismo nivel. La cara A, un rato antes de acostarse, pero poner en activo la B para moverse entre la gente. Los hay que jamás podrían morir de pena o doblarse la vida de felicidad. Estos últimos nos duelen, pero matándonos nos nacen y volvemos a la vida conscientes de la suerte de poder sentir con tanta fuerza y saber así que estamos vivos.

Pasaron las cosas que tenían que pasar, y tanto luché contra lo que la vida me decía que al final me obligó a dejarme llevar. No hubo remedio, tuve que creer en el destino y cobró tanto significado que me lo grabé con tinta en la piel para mirarlo a los ojos cada vez que pierdo la fe, la única digna de confianza, en la atrevida aventura de vivir por encima de lo corriente.

Poco encuentro en Europa que me sea de utilidad para cuando intento ponerme a escribir. Pero una amiga me recordó hace poco la cultura japonesa, como podría haber sido cualquier otra que se cultive por dentro -en occidente fabricamos relojes a toda prisa y de todas maneras no tenemos tiempo para pararnos a pensar. Leyendo encontré “Kintsugi”: el arte de reparar objetos rotos, uniendo las grietas con oro. Nuestras historias, el pasado, pero sobretodo la manera de afrontarlo y repararlo, nos enaltece. Nuestra fragilidad, después de rota, se puede hacer fuerte y bonita.